Duchamp: "Rueda de bicicleta", 1913
Cuando Paul Cézanne, otro adalid de la modernidad, decía: "No hay que pintar lo que nosotros creemos que vemos, sino lo que vemos", también abogaba por aquella forma de mirar de la que hacían gala Antoine Roquentin y los esquizofrénicos, la que reduce las cosas a lo que meramente son, lo que estrictamente vemos y sentimos, al margen de su relación con nosotros. Algo parecido a lo que ocurre cuando las reducimos a lo que nada más nos deja ver el presente, convirtiendo lo que ocurre en la vida en una simple acumulación de acontecimientos que no vienen de ningún lado ni van a ningún sitio. Es lo que, de nuevo, empezaba a experimentar Roquentin, como magistralmente describe Jean-Paul Sartre: “De pronto algo se rompe. La aventura ha terminado, el tiempo recobra su blandura cotidiana (…) Ahora el fin y el comienzo son una sola cosa (…) He pensado lo siguiente: para que el suceso más trivial se convierta en aventura, es necesario y suficiente contarlo. Esto es lo que engaña a la gente; el hombre es siempre un narrador de historias; vive rodeado de sus historias y de las ajenas, ve a través de ellas todo lo que sucede, y trata de vivir su vida como si la contara (…) Cuando uno vive, no sucede nada. Los decorados cambian, la gente entra y sale, eso es todo. Nunca hay comienzos. Los días se añaden a los días sin ton ni son, en una suma interminable y monótona (…) Prosigue la suma de horas y días. Lunes, martes, miércoles. Abril, mayo, junio. 1924, 1925, 1926. Esto es vivir, pero al contar la vida todo cambia (…) Los acontecimientos se producen en un sentido, y nosotros los contamos en sentido inverso. En apariencia se empieza por el comienzo: “Era una hermosa noche de otoño de 1922…” (…) (pero) el fin de la historia los atrae (a los acontecimientos), los atrapa, y a su vez cada uno de ellos atrae al instante que lo precede (…) Y sentimos que el héroe ha vivido todos los detalles de (los acontecimientos) como anunciaciones, como promesas, y que solo vivía las promesas, ciego y sordo a todo lo que no anunciara la aventura. Olvidamos que el porvenir todavía no estaba allí; (en realidad) el individuo paseaba en una noche sin presagios, que le ofrecía en desorden sus riquezas monótonas; él no escogía”. La realidad desnuda no incluye promesas ni presagios, es verdad: somos nosotros los que se los añadimos. Con el poder de nuestra imaginación (eso que las cosas por sí solas no pueden tener). Y uno de los modos a través de los cuales realizamos ese ejercicio aumentativo de la realidad es el arte. Incluida la literatura, que nos ofrece la posibilidad de convertir sucesos triviales en parte de una historia, de una aventura, de una misión, para que así tengan un principio y un final, una trama y un desenlace, para que pasen de ser pura contingencia a hechos necesarios. Ese esquema que recreamos en la literatura es también el molde que hemos de trasladar a nuestra vida para no sentir, como hace el artista moderno, como hace el esquizofrénico, que la vida es una mera sucesión de momentos en sí, de azares, en que, como dice Roquentin, “los días se añaden a los días sin ton ni son, en una suma interminable y monótona”. La función del arte y de la literatura es, pues, la de ayudar a completar las cosas y los acontecimientos, y así servir de pauta a la vida misma, a nuestra menesterosa, necesitada de ser más de lo que es, vida propia. “La mayoría de las veces –escribe el lúcido Schopenhauer en su “El mundo como voluntad y representación”– los locos no yerran en el conocimiento de lo inmediatamente presente, sino que su desvarío se refiere siempre a lo ausente y lo pasado, y solo por eso a su relación con lo presente. Por eso me parece que su enfermedad afecta en especial a la memoria; no, ciertamente, porque carezcan de ella, pues muchos saben muchas cosas de memoria y a veces reconocen a personas que no han visto en mucho tiempo; sino, más bien, porque se ha roto el hilo de la memoria, se ha suprimido su conexión continuada, y no es posible un recuerdo del pasado conectado regularmente”. El loco vive en el eterno presente, en un mundo en el que el arte se ha quedado sin su genuina función. Antoine Roquentin está en ese trance, y, al igual que le ocurría a su mentor, Jean-Paul Sartre, se debate para que, en tal situación, su propensión hacia la literatura, sea su último clavo ardiendo al que sujetarse: “La verdad –dice al final de la novela– es que no puedo soltar la pluma; creo que voy a tener la Náusea y mi impresión es que la retardo escribiendo”.Revista Filosofía
Resumen: “Nada es solamente lo que es”, decía María Zambrano. El arte moderno, sin embargo, ha escogido como motivo sobre el que sustentarse el de tratar de reflejar lo que las cosas estrictamente son, alineándose con lo que, por ejemplo, Paul Cézanne proponía cuando decía: "No hay que pintar lo que nosotros creemos que vemos, sino lo que vemos". Sin embargo, si Zambrano tiene razón, la función del arte y de la literatura sería la de indagar en todo lo que a las cosas y a los acontecimientos les falta para ser. Y eso significaría entonces que el arte y la literatura modernos han escogido un camino autodestructivo. Las cosas, por sí solas, ni vienen ni van a ningún lado y ni tan siquiera existen. Una silla, sin nuestra asistencia, deja de serlo al instante. Porque es lo que es en la medida en que sirve para sentarse, y somos nosotros, los seres pensantes y sedentarios, los que le asignamos esa función, esa condición. Es, pues, su función, y, en general, la manera que tiene de relacionarse con nosotros, lo que le hace ser lo que es. Sin nosotros, dejaría de serlo. Incluso si rebajáramos su ser hasta llegar a identificar la silla como mero “trozo de madera”, necesitaría de nosotros también para sobrevivir con esa adelgazada condición: “trozo” y “madera” son asignaciones nuestras a “eso” que está ahí, y que tendrá alguna clase de existencia en la medida en que lo invistamos con algún concepto, alguna idea que lo extraiga de ese limbo inmenso y un tanto tenebroso al que va a parar todo lo que no es nada o que pasa a ser, como Kant decía, “un caos de sensaciones”… nada en concreto. Pero es que, si despojáramos a las cosas que nos rodean de su función, de su relación con nosotros, también nosotros caeríamos en el vacío, en la inconsistencia, porque somos algo en la medida en que nos relacionamos con las cosas que nos rodean, en que somos “yo” con nuestra “circunstancia”. Antoine Roquentin, el protagonista de “La Náusea”, de Jean-Paul Sartre, estaba empezando a dejar de creer en las cosas, y es a eso que entonces sentía a lo que llamaba la “Náusea”. La novela empieza con las siguientes anotaciones de Roquentin en su Diario, que coinciden con la inminente difuminación en él del sentido de las cosas: “Lo mejor sería escribir los acontecimientos cotidianos. Llevar un diario para comprenderlos (…) Es preciso decir cómo veo esta mesa, la calle, la gente, mi paquete de tabaco, ya que es esto lo que ha cambiado. Por ejemplo, esta es una caja de cartón que contiene mi frasco de tinta. Habría que tratar de decir cómo la veía antes y cómo la * (espacio en blanco) ahora. ¡Bueno! Es un paralelepípedo rectángulo; se recorta sobre… es estúpido, no hay nada que decir”. No había nada que decir, no había nada que escribir sobre las cosas porque, a su modo de ver, estaban dejando de tener una función, una relación con él. En un caso así, la literatura, el arte de escribir sobre el ir y venir de las cosas, tampoco llegaría a tener una función. Rainer María Rilke, en representación de los escritores de la modernidad, y de paso de los artistas de este tiempo, describe en su novela autobiográfica “Los apuntes de Malte Laurids Brigge” una forma de percibir semejante a la de Roquentin cuando el narrador habla del sentimiento que le sobreviene al ver cómo todo se va envolviendo en una capa de irrealidad: “Sí, él sabía que en ese momento se estaba alejando de todo, no sólo de los hombres. Un instante más y todo habrá perdido su sentido, y esta mesa, y la taza, y la silla a la que se agarra, todos los objetos cotidianos y más inmediatos se tornarán incomprensibles, extraños y pesados. Estaba de esta guisa, esperando a que llegara el momento. Y ya no oponía resistencia”. Cuenta también Renée, en su “Diario de una esquizofrénica” que cuando le sobrevenía la crisis de irrealidad “todo parecía entonces inanimado, muerto, mineral, absurdo (…) me sentía expulsada del mundo, separada de la vida, espectadora de un filme caótico que se desarrollaba sin cesar delante de mis ojos y del cual no lograba ser partícipe nunca”. Robert Musil, otro autor moderno, habla también en “El hombre sin atributos” de que ha llegado un tiempo en el que las experiencias se han quedado sin nadie a quien atribuirlas. Se pierde el contacto con las cosas, se cae en el sentimiento de desrealización o irrealidad cuando uno concluye que no tiene nada que hacer en la vida… y ya decía Ortega que “la vida es quehacer”. Ocurre entonces que el tiempo, que es el cauce por el que ha de discurrir la vida, se interrumpe, deja de venir desde el pasado e ir hacia el futuro, atravesando el presente; y es así porque se siente que no se va a ningún lado, que no hay ningún sitio desde el que llegar ni ningún objetivo cuyo alcance nos reserve el porvenir. Es lo que le ocurría a un paciente esquizofrénico de Eugène Minkowski, psiquiatra existencial, del que este decía: “No había ninguna acción ni deseo que emanase del presente y se extendiese al futuro cubriendo los días grises y monótonos. Como resultado, cada día conservaba una independencia insólita, al no englobarse en la percepción de una vida continuada; cada día comenzaba de nuevo como una isla solitaria perdida en el océano gris del tiempo que pasaba”. Y otro paciente más con ese mismo diagnóstico decía también: “Todo es inmovilidad alrededor de mí. Las cosas se presentan aisladamente, cada una de por sí, sin evocar nada (…) Son como pantomimas, pantomimas que se hicieron en torno mío, pero yo no entro en ellas, me quedo afuera. Tengo mi juicio, pero el instinto de la vida me falta. No logro ya entregar mi actividad de una manera suficientemente vivaz (…) He perdido el contacto con toda especie de cosas. Ha desaparecido la noción del valor, de la dificultad de las cosas (…) y yo no puedo ya entregarme a ellas. Hay una fijeza absoluta alrededor de mí. Todavía tengo menos movilidad respecto del porvenir que en el presente y en el pasado. Hay en mí una especie de rutina que no permite encarar el porvenir. El poder creador está suprimido en mí. Veo el porvenir como repetición del pasado”. También era esta la forma de mirar que había tomado posesión del Roquentin de Sartre, que razonaba de esta forma: “Eché una mirada ansiosa a mi alrededor: presente, nada más que presente. Muebles ligeros y sólidos incrustados en su presente, una mesa, una cama, un ropero con espejo y yo mismo. Se revelaba la verdadera naturaleza del presente: era todo lo que existe, y todo lo que no fuese presente no existía. El pasado no existe. En absoluto. Ni en las cosas, ni siquiera en mi pensamiento (…) (Antes) al terminar su papel, cada acontecimiento se acomodaba juiciosamente en una caja y se convertía en acontecimiento honorario; tanto cuesta imaginarse la nada. Ahora sabía: las cosas son en su totalidad lo que parecen y detrás de ellas… no hay nada”. Cuando las cosas solo son lo que en el presente son… es que están a punto de dejar de ser. Porque ya decía María Zambrano que “nada es solamente lo que es”: una silla no es un objeto puro, una cosa en sí, es un objeto que sirve para sentarse. Cuando el arte, a través, por ejemplo, de las deletéreas maneras de entenderlo de Marcel Duchamp, reduce una rueda de bicicleta, un botellero o un urinario a ser algo en sí mismos, al margen de su función, separados, pues, como decía Renée, de la vida, de su manera de relacionarse con nosotros, también el arte está alejándose de su función, la cual consiste, por el contrario, en añadirle a las cosas algo de lo que aún les falta, eso que la cosa en sí no llega a alcanzar a ser y que solo puede aportarle nuestra imaginación.