Revista Cómics
La biblioteca tiene tres plantas. En la de arriba, las mesas con enchufes para los portátiles están situadas junto a un amplio ventanal desde el que se ve la plaza de Lesseps, con sus árboles y sus parterres, más allá de un muy extenso y sinuoso tejadillo de zinc del que el arquitecto-estrella que diseñó el edificio debe estar muy orgulloso, pero que, debido precisamente a su diseño, precisa ser limpiado por expertos en escalada suspendidos de cuerdas de ídem (y, en consecuencia, no se limpia nunca, porque bastante agobiada de presupuesto va la biblioteca con los gastos ordinarios como para, encima, tener que contratar expertos en escalada con ganas de limpiar mierda). En ese tejadillo ha instalado su cuartel general una gaviota tan grande como un perro carlino, cuya mirada expresa todo el mal carácter habitual en los malencarados depredadores de su especie. La gaviota sabe que nada debe temer de los silenciosos seres que habitan al otro lado del cristal y se inclinan, mansos, sobre pantallas retroiluminadas. Sabe que aquello es otro mundo, una dimensión ajena que no puede mezclarse con la suya, y a los fantasmas que la pueblan los (nos) ignora con altivo desdén, mientras se pasea por sus dominios de zinc, picoteando ocasionalmente (con ese pico en forma de cimitarra que, de un golpe certero, hasta podría perforar un cráneo humano) los restos resecos de los despojos de alguna de las palomas que la gaviota había cazado, se había llevado allí para comerla y allí se había quedado, sobre ese tejadillo que ningún experto en escalada limpia. Las gaviotas de Barcelona ya no se alimentan de peces, pues en sus costas se podrán pescar pegotes de gasoil, compresas usadas, condones como medusas diminutas y turistas del color de las gambas, pero peces no, ya no. Las gaviotas urbanas se han adaptado al medio; ahora, depredadoras y oportunistas, cazan palomas o rebuscan en la basura.
Hoy la vi, a menos de dos metros de distancia, despedazar a picotazos el cadáver de una de sus víctimas. Allí, ante mis narices y en mitad de la gran ciudad, entre farolas, antenas parabólicas y señales de wifi, la ley de la jungla se estaba cumpliendo con exacta crudeza. La gaviota arrancaba del cadáver piltrafas de carne que engullía con precisos movimientos de cabeza, mirando, ocasionalmente y de reojo, con un ojo feroz e indiferente, a aquel fantasma que la contemplaba desde esa otra dimensión situada al otro lado de una pared de cristal. Por la noche, cuando llegué a casa, quise darme una ducha antes de meterme en la cama. Me desnudé, me metí en el baño y, al otro lado del espejo, vi un hombre de Cromañón que me miraba. Sin la ropa, el reloj de pulsera y los cachivaches electrónicos que nos han crecido como nuevos apéndices evolutivos; con el pelo algo más largo que de costumbre y la barba que me he dejado crecer porque es verano y da pereza afeitarse, el simio bípedo al otro lado del espejo parecía a punto de sentarse sobre sus talones ante una hoguera y ponerse a tronchar huesos para sorber el tuétano de su interior. No hay ninguna diferencia física (probablemente, tampoco intelectual) entre nosotros y nuestros antepasados, los que, en el neolítico, llegaron a este continente y les robaron sus territorios de caza a los neandertales que aquí habitaban, condenándoles así a la inanición, y a la extinción. Como no debe existir ninguna diferencia entre las gaviotas que entonces sobrevolaban sobre sus cabezas y la que acababa de comerse una paloma ante mis narices. En términos evolutivos, un millón de años no da para casi nada. Gaviotas y humanos somos, esencialmente, el mismo animal entonces que ahora, y la jungla nos queda mucho más cerca de lo que nos parece. Mientras me duchaba, decidí que al día siguiente me afeitaría la barba e iría a cortarme el pelo.