La conciencia de la importancia de la genética no es reciente. La historia de la humanidad está llena de referencias a las características y condiciones que se trasmiten de una generación a otra, de padres a hijos o incluso de parientes más o menos alejados. La mitología griega, con toda la promiscuidad entre dioses y humanos está llena de ejemplos, algunos incluso de mestizaje entre especies animales diversas y seres humanos, ya sean gorgonas, centauros o sirenas. La conciencia de la herencia preside las formas de gobierno monárquico desde tiempos inmemoriales, con consecuencias tremendas a veces, como hemos podido experimentar en las monarquías españolas y las guerras de sucesión. Fiar a la genética el destino de los pueblos no parece haber sido nunca una buena idea. Por otro lado, las autoridades eclesiásticas han promovido limitaciones al emparejamiento entre familiares próximos desde el conocimiento que la endogamia podia conducir a resultados indeseables. La eugenesia ha sido una procupación desde el monte Taigeto o la roca Tarpeya. Y, a veces, se ha interpretado que la base genética era un determinante de conductas y lealtades, hasta el extremo de postergar o incluso eliminar a quienes fomaban parte de linajes distintos. La “pureza de sangre” ha estado una característica a proteger; y la “impureza” a castigar.
Pero han sido los progresos de la ciencia de las útimas décadas y, especialmente, la definición del Genoma Humano a principios de este siglo lo que ha posibilitado una reconducción social de los fenómenos de la la herencia biológica y la genética entre la gente. La genética está modificando toda la teoría biológica de la salud y la enfermedad, tanto desde el ámbito de los diagnósticos como de la personalización de la farmacoterapia. Apenas ha tomado una década para que pacientes y, en especial, padres de niños enfrontados a situaciones clínicas complejas planteen la búsqueda de recursos que puedan aportar soluciones. La genética ha pasado de ser una ciencia para eruditos a una demanda asistencial más.
Sucede que los avances científicos, que generan esperanzadoras expectativas, progresan con menos celeridad y su aplicabilidad se demora en el tiempo más allá de lo que se pueda creer. Mientras que la incorporación al acervo social puede ir más deprisa que la utilización, aún evoluciona con más lentitud la organización de leyes y regulaciones ante los nuevos avances. En general, la jurisprudencia va por detrás y no suele evolucionar hasta que es impugnada por la realidad. Los retos de las innovaciones plantean a la jurisprudencia dificultades ligadas sobre todo a la necesidad de incorporar los conocimientos, procesarlo y digerirlos. Incluso de incorporar el vocabulario a la terminología cuando antes eso se podía solventar con el recurso lingüístico del latín y ahora tiene que recurrir a la nueva lingua franca (otro recurso al latín) que es el inglés académico. Y decimos académico porque con el inglés que hablan los ingleses no siempre se puede entender lo que hablan los científicos.
Aún más atrasadas fente a los progresos suelen ser la confesiones religiosas. Si la Iglesia Católica necesitó cuatrocientos años para entender a Galileo, le va a tomar un tiempo entender lo que representan las CRISPR (repeticiones palindrómicas cortas agrupades y regularmente interespaciadas) y lo que van a hacer en la modificación genética. Lo mismo se puede decir de otras confesiones y, especialmente de las más, dígase, ortodoxas.
Encontrar un equilibrio entre las inquietudes de la gente ante los problemas clínicos y lo que son sus creencias o lo que contemplan las leyes, es una responsabilidad de los pediatras sociales con la vista clara en el beneficio de la salud de los niños.
X. Allué (Editor)