Uno de los grandes temas del desarrollo consiste en definir hasta qué punto deben o no protagonizarlo entidades privadas, es decir empresas. Desde el ámbito de las ONGD, las instituciones con ánimo de lucro no son bien vistas. Y no lo son porque se les presume una voracidad financiera y una necesidad de beneficios a corto plazo incompatibles con los procesos enraizados de desarrollo. Dicha presunción está basada, huelga decirlo, en años y años de experiencias en el terreno.
Los promotores de las inversiones privadas en el extranjero han gozado de grandes facilidades históricas. Al menos si nos referimos a los flujos de inversión Norte-Sur. Los primeros procesos de desarrollo, entendidos como los entendemos ahora, fueron iniciados a raíz de las experiencias descolonizadoras de los 50 y 60. En esa época fue el libre comercio y la necesidad de invertir en los nuevos Estados-Nación lo que pensaba que libraría al mundo de su pobreza. En concreto, los estados africanos, recién llegados al panorama internacional independiente, contaban con ambiciosos planes de desarrollo entendido como construcción de grandes infraestructuras que, generalmente, estaban liderados por los grandes gurúes del nacionalismo y del panafricanismo. Sin embargo esta política de la libre circulación y de la promoción de la especialización de los países en el marco de la economía internacional fue un sonoro fracaso que, a pesar de él, siguió constituyendo el dogma de fe de instituciones como el FMI y el Banco Mundial.
Con el tiempo el concepto de desarrollo fue girando desde aquel que entendía que había que construir carreteras a aquel otro que se centraba en el crecimiento de la economía nacional. Por entonces volvieron a empezar los conflictos entre aquellos que defendían un crecimiento autocentrado -el Plan de Acción de Lagos- y aquellos que volvían a sostener la inversión privada y la especialización nacional. La Inversión Extranjera Directa (IED) se ha consolidado, como se puede ver, como una de las herramientas del centro político internacional para “desarrollar” a los países africanos. E incluso los propios países africanos han terminado por aceptar y potenciar este paradigma de la IED, creando herramientas organizativas como el NEPAD, pensado para potenciar las relaciones económicas Norte-Sur.
El libro de Adams Bodomo se ajusta a esta línea de pensamiento donde la IED no tiene más que ventajas para un país en desarrollo, para un país africano. Eso sí, siempre y cuando dicho país sepa controlar la IED, algo que según él requiere casi exclusivamente de voluntad política.
El libro de Bodomo concibe la IED como una herramienta intrínsecamente positiva para África Subsahariana. Y ahora que, en tiempos de crisis, todos miran hacia África como el lugar donde realizar inversiones, parece que todo el mundo le da la razón. Los flujos de IED aumentan en volumen y, lo que es más significativo, en orígenes. Ahora, más allá de los tradicionales flujos Norte-Sur, también existen otros Sur-Sur e incluso triangulares. Todos quieren participar de este festín que es la IED en África.
Bodomo nos explica también que la IED tiene virtudes tales como la promoción del desarrollo de infraestructuras, la formación de recursos humanos autóctonos y la implantación de nuevas tecnologías en los países en desarrollo. También ve a la IED como estabilizadora de los sistemas democráticos y, ahí es nada, como una gran fuente de desarrollo social a través de los programas de Responsabilidad Social Corporativa.
La sencillez del panorama que dibuja sobre la IED alerta a cualquier lector con un mínimo de espíritu crítico. Bodomo parece haber omitido deliberadamente la historia económica del desarrollo occidental y algo que ya explicó muy bien el profesor Ha-Joon Chang en su conocido Retirar la escalera, y es que los países ricos se hicieron ricos gracias al proteccionismo de sus economías y al desarrollo de su demanda interna, por encima de las posibles inversiones foráneas.
La realidad contrasta con los argumentos de Bodomo al observar que la IED, en cuanto a constructora de infraestructuras desarrolla aquellas inherentemente relacionadas con su actividad económica, y por tanto no siempre las más adecuadas para el desarrollo económico y social de los países. Además, y en esto la experiencia en IED China es paradigmática, la formación de recursos humanos africanos es poco menos que anecdótica por cuanto el personal cualificado -e incluso en muchas ocasiones el menos cualificado- es exportado desde el país de origen de la inversión. Tampoco funciona como transmisora de tecnología y, cuando lo hace, dicha tecnología desarrolla soluciones para problemas del país de origen, que no tienen por qué ser los mismos que los del país receptor de la IED.
Los aspectos políticos y sociales de la IED, tales como la supuesta estabilización democrática o la responsabilidad social corporativa son también de fácil contraste con la realidad. En un continente como el africano, con múltiples experiencias dictatoriales o poco control de los aparatos estatales por parte de la población en general, no resulta fácil encontrar casos extrapolables de acuerdos entre juntas militares o gobiernos corruptos con grandes grupos empresariales para desarrollar el país. Tampoco la responsabilidad social de una empresa de IED ha de ser generalizada pues son más los casos en los que dicha inversión finiquita los modos de producción y de vida locales en favor del ambiente favorable a sus industrias, con lo que los programas de responsabilidad social terminan siendo un lavado de cara a gusto del consumidor.
Pero más allá de la definición de la IED, Bodomo se dedica a analizar las diferentes inversiones de los actores más importantes en África. Su análisis de los actores europeos es el que más destaca por lo acertado del mismo. Si la IED europea -la más numerosa y extensa en el tiempo- no ha creado desarrollo es sencillamente porque sus características han ido en contra de los intereses africanos. Pero a pesar de que Bodomo señala temas como la condicionalidad europea a la IED en África, lo cierto es que si la inversión europea no ha creado mejores condiciones de vida en el continente sólo ha sido por una cuestión de diferencias estructurales de poder y de capacidades de decisión.
Su análisis de la IED china en África, el más interesante, peca de excesivo optimismo al tiempo que de ceguera -entendemos que autoinflingida- al no saber ver en el gigante asiático un actor sin escrúpulos ni moral ninguna a la hora de negociar los acuerdos comerciales. China no busca “el interés duradero de ambas partes partes”, como Bodomo define la IED, sino que busca sostener su ritmo de crecimiento aunque sea a través de la promoción de regímenes autoritarios en diversas partes del mundo. Y no es posible criticar y condenar la división del mundo de la Guerra Fría en bloques de intereses, y pensar al tiempo que tras la no condicionalidad de China no se esconde el frío pensamiento de sostener a un hijo de puta, sea cual sea, mientras sea el nuestro.
Con todo, el libro de Bodomo es un ágil y divulgativo ensayo, bien documentado y apoyado en datos de actualidad, que cuanto menos propone una reflexión sobre la estructura actual de la promoción de la IED en África. Si bien Bodomo propone una estructuración de ésta donde cada país africano pueda negociar, bilateralmente, con cada inversor extranjero y así optimizar sus resultados, no se puede dejar de pensar que un simple análisis de poder estructural nos llamará la atención sobre la indefensabilidad de ciertos argumentos africanos para dirigir la IED ante países con la influencia internacional de China o India, por ejemplo. Un paso más allá de Bodomo sería proponer, como él, una ruptura del marco triangular -Europa + China + África- pero encaminado hacia el multilateralismo africano. Es decir, a que en la mesa negociadora se sentaran cada vez un representante del país europeo de turno y otro de un organismo intraafricano capaz de negociar según las necesidades del propio continente, y no según las oportunidades del inversor.