Revista América Latina

La gota que no cae

Publicado el 30 septiembre 2016 por Jmartoranoster

Carola Chávez.

salario

Nos contaron que la cosa funciona así: Los ricos son maravillosos porque montan negocios y nos dan trabajo. Si el negocio va bien, si nos esforzamos para levantar la empresa, el dueño va a ser más rico y va a montar otros negocios que generarán nuevas fuentes de empleo y mientras más nos esforcemos los dueños tendrán tantos negocios que habrá más y mejores empleos para todos y viviremos felices para siempre.
¡Cónfiro, qué bueno, más y mejores empleos! –Dijeron los incautos y se dispusieron a trabajar, pero, una mañana cualquiera, llegó un tipo muy encorbatado, de mirada gélida y sonrisa sádica. Era un consultor, un empleado de otra empresa que, a cambio de una jugosa suma de dinero, le muestra a los empresarios cómo siempre se puede gastar menos y ganar mucho, mucho más.
Recorte aquí, recorte allá, póngale menos arroz a ese kilo de arroz, déjelo en la misma bolsa de siempre y, solo si lo obliga la ley, ponga en letras pequeñitas que son 900 gramos, cobre un poco más porque ahora la bolsa tendrá letras doradas y voilà! Para los empleados, menos café y más productividad -¡Ay, esa palabrita!- ¿para qué tres tontos cuando un solo, trabajando el tripe y ganando lo mismo, puede hacer el trabajo? Reducción de personal y aunque en eso que llaman “la gran familia empresa Tal” nadie era muy amigo de nadie, el paso de consultor termina de el lugar de trabajo en la jungla más despiadada, nadie quiere ser el botado, no puede haber compasión cuando se están rifando cortadas de pescuezo.
El goteo, aquella prosperidad prometida, se evapora ante los ojos de los nuevos desempleados. Pobrecitos, tener que salir ahora a buscar trabajo cuando hay un sádico consultor en cada empresa cortando pescuezos. ¿Si más bien están botando gente, quién va a querer contratar a un botado?
¡Ah! pero tenemos una solución más sádica que las de los consultores: el trabajo temporal, que algunos maledicentes llaman precario, que no es precario ni nada, sino que es menos costoso para el gentil empresario. Si quieres trabajar, renuncia a esos tontos derechos laborales, pide menos y da más. Ya sabes que el trabajo dignifica, entonces, por qué limitar la dignificación a ocho horas diarias cuando puedes dignificarte por doce, pero no me vengan con esas pendejadas del pago de horas extras, y ni hablar de salario mínimo, mira que le doy el trabajo a otro depescuezado. ¡Mira la fila qué larga! Todos quieren tu puesto, porque es tuyo, ¿no?
Y llega el consultor otro día, y los trabajadores, temblorosos, lo ven pasar a la oficina del director. ¿Qué más nos puede pasar? Mudamos operaciones a Bangladesh porque esa gente sí trabaja, hasta 18 horas sin ni siquiera pararse al baño, y todo por sueldos de risa. El dueño se frota las manos. ¡Cerramos! Bueno, no del todo, nos quedamos con algunos gerentes que estén dispuestos a seguir el trote de la austeridad que los tiempos imponen.
Los gerentes, satisfechos de conservar sus empleos, miran al resto de los trabajadores con grimita mientras firman despidos convencidos de que son justificados porque “ningún empresario trabaja a pérdida” y además, eso le pasa a esa gente por no haber ido, como ellos, a la universidad. La educación libera.
Termina otro día y regresa el gerente a casa con el pescuezo intacto. Eso cree. Sobre la mesa de la cocina le esperan las facturas de cuatro tarjetas de crédito, la hipoteca, la renovación del seguro de las dos camionetas, ¿qué realero, se volvieron locos?, el regalo para la boda de Fulanito, las vacaciones de en Disney World, la ropa de marca, la clase de yoga de Ana, las de Tenis de Miguel, la cuota del club, el colegio, la universidad, la vida entera la debe, y la va pagando con su trabajo a los mismos dueños que lo contratan, como los esclavos en las bodegas de las haciendas.
Sin pensar en esas tonterías, el gerente va a la nevera y se sirve un vaso de leche. ¡Ana, esta leche está aguada! Ahora viene así, mi vida -contesta ella-. Es que por la empresa láctea también pasó un consultor.
Mientras tanto, en algún paraíso fiscal reposan las gotas que nunca nos caen.

La gota que no cae


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