Los españoles habéis vivido siempre subyugados por una jarca de hijos de puta que os han tenido con la cabeza más agachada que japoneses con visitas. Nobleza, capitalismo y curerío, –la reacción, los jesuitas, revólver en mano– han empleado todos los medios para que permanecierais como chusma pueblerina y no tuvierais la más mínima oportunidad de convertiros en ciudadanos. Por eso jamás hubo aquí revolución burguesa y, mientras Europa se modernizaba, España se cascó un siglo XIX de regresión hacia las catacumbas.
Ya Ortega, que estaba más viajado que las bragas de una azafata, dejó caer que, en España, la democracia no ha sido nunca ni puede ser el gobierno del pueblo, porque la esencia de la democracia es el autogobierno, y si algo caracteriza a cualquier masa de españoles –Historia de España– es su incapacidad para tal cosa. Luego, ya en el XX, tras la masacre de la Guerra Civil que diezmó el ADN de los españoles valientes, el franquismo, con su desarrolismo de seiscientos y apartamento en la playa, inició un proceso que se consolidó en el primer socialismo felipista; y todo un pueblo exaltado y cargado de futuro devino masa de consumidores ansiosos y de apasionados partícipes en acontecimientos multitudinarios. Pero, reconocedlo, cabrones: habéis colaborado en vuestra degradación con entusiasmo de concursantes de Operación Triunfo, con esa pereza intelectual que os caracteriza, que es tierra abonada para el cultivo del fanatismo y de la ignorancia enciclopédica. Por eso vivís en cautividad política y sólo os dejan meter la papela en la raja bajo libertad vigilada.
En esta Monarquía Cocotera, la “democracia” no es más que un trámite técnico para la producción de la clase política: el voto y los pactos de mayorías no valen más que para asegurar la alternancia entre las dos facciones postfranquistas –exfalangistas y nacionalcatólicos– para evitar los abusos excesivos de una sola de ellas a perpetuidad en el poder. Y la Transición, por más que dieran todos más vueltas que zurullos en una acequia, no fue otra cosa que el expediente administrativo para que ambas facciones se lo repartieran todo.
Aunque sé que más vale hablarle al perro, que al menos escucha, españoles, os diré cuatro cosas sobre vosotros mismos: Guiados por las apariencias, como no tenéis conocimiento, elegís siempre basándoos en intuiciones sin fundamento, sobre todo en política; os movéis por sentimientos, no por razonamientos; por el egoísmo y las señales sociales (timbre, gesto, olor), no por la filantropía y el contenido de los mensajes; esclavos de vuestras pasiones instintivas y vuestros volubles intereses, susceptibles a la adulación como vírgenes deseando ser folladas, sin constancia en vuestros amores y odios, es imposible confiaros ningún poder político, porque sería aceptar la tiranía de un hato de retrasados mentales. No sois capaces de la menor reflexión y rigor. Por eso llenáis los estadios para oír las arengas de tipejos que debieran tener menos poder de convocatoria que un zapato que pisó mierda; y os creéis sus inauditas promesas electorales, que olvidarán en menos tiempo que se evapora un pedo en un canasto.
Pero, mira tú por dónde, la masificación consumista de los españoles ha sido el único sostén de España como unidad de destino en lo universal, su mejor defensa contra el separatismo. Nada hermana más a un castellano y un catalán que ir al fútbol a ver un Madrid-Barça, aunque crean que cimientan entre sí sectarias diferencias: son dos idiotas malgastando su superflua vida en nimiedades. La identidad regional, el folklore o la psicología colectiva de un pueblo son gilipolleces, porque la integración de todas las masas en el consumismo global anula cualquiera de sus circunstanciales diferencias.
Por eso, y esto es más conocido que el hilo negro, nuestra cleptocracia de partidos, que se funda sobre la propiedad privada, el trabajo asalariado y el individualismo liberal, sólo puede ser estable en un mercado capitalista de consumidores satisfechos. Es el puto mercado de bienes el que configura la sociedad “democrática”, y la masa, ensimismada en el consumo, despertará si el consumo colapsa. Y el hato que nunca hasta ahora ha protagonizado sus decisiones, contento sólo con comprar, puede transformarse en una carnicera manada, en un monstruo sin control, si los dirigentes, las minorías económicas, que son los que deciden sus gustos, sus necesidades y sus placeres, no encuentran una solución a la crisis económica a tiempo, para que siga dormitando.
Si no ocurre ese milagro, la diferencia zoológica entre gobernantes y gobernados, entre perros y cabritos –los políticos, los banqueros, los curas, son los perros que muerden las patas del rebaño; y vosotros, el pueblo, sois el hatajo de cabritos–, puede darse la vuelta en un instante. Y los que ahora se corren de gusto, mañana pueden mearse del susto. Porque a 40 millones de energúmenos gritando juntos: “¡Hijos de puta, vamos a por vosotros!”, no los paran ni cien brigadas de antidisturbios armados hasta los dientes y puestos de anfetaminas hasta el culo. Y la marabunta humana acabará colgando de las farolas a políticos, curas (con o sin revólver), gerifaltes de las altas finanzas y militares –y a las cien brigadas de porristas con ellos–, sin que se les mueva una pestaña de compasión. La masa, sin posibilidad de consumir, brutalmente ineducada a conciencia, es una bomba de relojería. Fuera de control, podría exterminar al Régimen entero de un solo gran apretón que acabara con 70 años de estreñimiento.