Tal y como comentaba el compañero José Luis Merino en su crítica de 12 años de esclavitud, hay películas que se estrenan con tantas expectativas a sus espaldas que a veces nos cuesta valorarlas en toda su dimensión. Algo parecido, pero en sentido inverso, está ocurriendo con La gran estafa americana: no es para tanto será la cantinela más oída al público a la salida de los cines que irán a verla a raíz de sus 10 nominaciones a los Oscars. Lo que sí está claro es que de las nominadas que hemos visto por ahora es la menos obvia de todas: no trata ningún tema importante, no es ningún acontecimiento cinematográfico y ni siquiera es divertida para, supuestamente, ser una comedia. La gran estafa americana es más sutil que todo eso.
Lo que hay que tener claro al ver La gran estafa americana es que es una película hecha por y para sus actores, por eso no es de extrañar que todos copen grandes halagos: Christian Bale se transforma para dar a un personaje lleno de profundidad, Amy Adams parece no mover un pelo para que la cámara se enamore de ella y que cada momento suyo suponga un imán hacia nuestro interés, Jennifer Lawrence demuestra, una vez más, que es una superdotada y Bradley Cooper se quita ya el sambenito de guapito a base de talento, como si hacía falta. Porque una de las múltiples cosas que es La gran estafa americana es un canto al noble arte de actuar, interpretar y jugar. Aquí lo que interesa es el personaje, su quehacer, su evolución y sus palabras: es toda una delicia los múltiples duelos en los que se embarca la película siendo muy difícil elegir entre un Bale-Adams, Bale-Lawrence, Lawrence-Adams o Renner-Bale, por mencionar cuatro de estos partidos. La naturalidad de los diálogos y el gusto por dejar hablar que propone David O. Russel es impropia del cine actual donde parece que prima la urgencia y la explicitud, cuando en nuestra vida normal no somos ninguna de esas cosas.
Que todos los personajes sean antipáticos, moralmente cuestionables y nada atrayentes en principio no hace sino jugar en contra de cualquier apreciación que podamos hacer de La gran estafa americana. Además el hecho de que la trama sea lo de menos, en un tiempo donde los especialistas en guión salen de debajo de las piedras, tampoco ayuda a que la película se deje querer.
La gran estafa americana es sobre todo una película sobre la mediocridad, las ganas (o no) de salir de ella y cómo engañamos (a nosotros y a los demás) para sobrevivir: es clave el personaje de Christian Bale en este sentido y su continuo deseo de mantener un perfil bajo a pesar de su innegable talento, mientras intenta tener un pelo normal. Cada uno de los personajes ofrece su punto de vista sobre el tema: desde el agente del FBI encarnado por Cooper, todo un dechado de ambición hasta el Carmine Polito de Jeremy Renner, que quiere destacar para beneficio de su comunidad (a costa de lo que sea).
En cierto modo parecería que David O. Russel está hablando de si mismo y de su posición dentro de Hollywood: la del cineasta que intentó destacar con extraordinarias rarezas y que ha encontrado la forma de ser el nuevo niño mimado de Hollywood con un cine más contracorriente de lo que podría parecer. Como Irving Rosenfeld no puede enmascarar su talento y lo que para muchos es una traición como autor es en realidad un caballo de Troya en toda regla. Así O. Russell tiene arrebatos (casi espasmos) donde siente la necesidad de ser hiperbólico, exagerado e, incluso, exhibicionista: los diversos números musicales que rompen completamente la narración (ese maravilloso Live and let die que se marca Lawrence), los juegos de ensoñaciones (la llegada de Cooper y Adams rodeados de humo), por no hablar de los imposibles peinados y ropajes del elenco de actores.
Y, por supuesto, está el Sueño Americano que cada vez más vemos que en realidad es una pesadilla a la que ese país se ha entregado: el deseo a toda costa de triunfar, de no ser un perdedor y que, seamos claros, nos ha llevado a donde estamos ahora mismo. Pero todo esto no se dice a grandes voces sino que está de fondo. Una película muy rara esta con tantos excesos y sutilezas, como en un momento dice el espléndido Bale: no existe el blanco o el negro, sólo una gran cantidad de grises.