Revista Opinión
Me contaba mi madre que al principio de la Segunda República, hubo una huelga campesina de grandes dimensiones en toda La Mancha. Los campesinos trabajaban de sol a sol y apenas podían mantener a sus hijos, los sueldos estaban por debajo de los seis reales, y la UGT, sindicato mayoritario en La Mancha, exigía más del doble, 14 reales, en concreto, que aunque parezca una barbaridad no lo era, siendo esa cantidad incluso inferiores que los jornales de otras partes de España y continuaba siendo insuficiente para el mantenimiento de la familia. Por suerte a los campesinos les apoyo el Ministerio de Agricultura, algo que los terratenientes jamás perdonaron ni a la República ni por supuesto a los campesinos. En Pinarejo, según me contó mi madre, también se realizó esa huelga, incluso con el apoyo de un terrateniente, de apodo o apellido Sandoval y por supuesto la huelga al igual que en toda La Mancha, también triunfo. Ayer viendo la película Novecento recordé la historia y y me la imagine que bien pudo ser como lo relata en la versión novelada de Norman Thomas di Giovanni, Mil Novecientos (Novecento)
Giovanni, el terrateniente, tuvo una gran idea, cogió a toda la familia, al cura y a varios amigos de la ciudad, los cuales nunca habían doblado el espinazo y los puso a segar, partiendo equivocadamente que si los campesinos eran capaces, ellos que eran superiores también lo serían, ya que no los más necesitados estaban dispuestos a ejercer de esquiroles.
El mismo Giovanni dirigía el trabajo y animaba a los mesa colaborar. —Valor ahora. No cedáis, no os sentéis —dijo, representado a la perfección el papel de zángano. Un momento más aconsejaba al abogado—Cuidado al atar esos haces. —A continuación decía al sacerdote que lo sentía mucho, pero que don Tarsicio tenía que trabajar, que todavía faltaba mucho tiempo para que se sirviera el almuerzo. Las mujeres, como si asistieran a una fiesta, llevaban vestidos elegantes, de mangas apretadas, y sombreros de paja. Un grupo de criadas vaciaba los cestos de la comida y preparaba un picnic casi perfecto. Se había tendido un amplio toldo entre los árboles, incluso las criadas resultaban cómicas, recogiéndose las faldas largas con una mano, el rostro muy serio, revelando a las claras lo mucho que les molestaban los rastrojos a sus desacostumbrados pies, y el sol, y el calor.
Había cubos en los que se refrescaba d vino, y algunas sandías también. El grupo había salido en carruajes pequeños cuyos caballos, desenganchados ahora, comían en el margen del camino. Un gramófono «Vicyrola., vigilado por una de las doncellas más jóvenes, tocaba dos o tres canciones populares una y otra vez para entretenimiento de los cosechadores. —Los ricos, ahí, sudando —dijo Leo, al modo que uno cuenta un sueño—, y nosotros, los pobres, sentados y apoyados en los árboles a la sombra fresca. ¡Es demasiado bello, demasiado hermoso! Una gran felicidad brillaba en los ojos del viejo. Como el que contempla la visión de una revelación largo tiempo deseada. —¿No están graciosos? —dijo Olmo. Así era, sus movimientos eran torpes, inseguros, toscos Giovanni Berlinghieri llevaba la palma de la mano envuelta en un pañuelo; era obvio que ya tenía allí una ampolla. Su esposa le pedía solícita cada cinco o diez minutos que le enseñara la herida. Ottavio sudaba, pero ni por ésas se quitaba la elegante chaqueta deportiva. El sacerdote estaba tan rojo de cara como el vino que le gustaba beber, pero tampoco se quitaba el birrete. En cuanto al grano, la verdad es que pisaban tanto como recogían. - Mañana por la mañana - reflexionó el viejo Leo Dalcó - cuando se despierten y no puedan enderezar la espalda, cuando tengan el derecho rígido por el dolor, tal vez nos concedan cierto respeto. El viejo Leo se había dejado caer contra el tronco de un árbol. La trampa para topos, sin terminar, yacía en la hierba a su lado.
— Olmo —dijo— siempre debes recordar este día, porque estás presenciando cosas que tal vez no vuelvas a ver en toda tu vida. Yo tuve que esperar setenta y tres años para ver esto... un sacerdote trabajando, los propietarios trabajando…
— ¿Es esto el socialismo, abuelo? Pregunto el niño.—En cierto modo —dijo el viejo—. Pero, más pronto o más tarde, esto se acabará, y nosotros estaremos otra vez en los campos, trabajando y sudando. —Señaló hacia la trampa y le dijo a Olmo que la terminara. Luego le pidió que rompiera una rama con hojas y le abanicara con ella, diciendo lo mucho que le apetecía la brisa. Olmo se sentó junto a su abuelo abanicándole con una rama de algarrobo. —Setenta y tres años —repitió el patriarca con voz débil—. Así que no lo olvides, ¿eh? Sus ojos brillaban como si estuviera llorando, pero en su rostro había una amplia sonrisa. Olmo vio la paz y el gozo en la mirada de su abuelo y se sintió extrañamente conmovido, tanto que se juró a sí mismo que nunca olvidaría este día. El chico no lo sabía aún, pero el abuelo ya había muerto.Mil Novecientos, adaptación novelada escrita por Norman. Thomas de Giovanni
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