La desigual acogida dispensada a una de sus obras máximas, "Monsieur Verdoux”, con la que Charles Chaplin volvía el año 1947, propició más que nunca hasta ese momento que dejase de ser un personaje universalmente querido.
Siete años después de su primer film completamente sonoro, era de suponer que no iban a dejarle de cobrar las muchas "cuentas pendientes" que acumulaba ni un minuto más.
Precisamente por haberse atrevido a desafiar al cine sonoro más allá del 30 o 31 - sin pertenecer su producción a cinematografías remotas - abanderando casi en solitario la vigencia de un arte que fue cercenado en su punto más álgido de creatividad, el exceso de popularidad y poder del que siempre disfrutó, sus sonados escándalos personales... muchos lo estaban esperando con la bayoneta calada y no imaginaban siquiera que el maestro les serviría lo que quedaba del menú sin pararse a pensar en cómo encajar en los nuevos tiempos y menos aún en recuperar el favor de antaño. Aquel muy razonable asesino en serie era su primer papel abiertamente negativo, ruín, pero la empatía que él, muy cortésmente, demandaba no se diferenciaba gran cosa de la que venía desplegando desde los días de la Keystone. ¿qué otra cosa podía haber hecho aquel persoanje sino exactamente que lo que hizo? desesperadamente trataba de hacer ver.El raro trasvase del drama y los dilemas que danzaban siempre en torno a su pequeña figura, a su personaje, siempre tan jovial por muy negro que fuese el panorama presente o futuro, de tan poco esperado, pareció ilógico.Me pregunto qué hubiera pasado si Chaplin hubiese construído de alguna manera su propio precedente haciendo por ejemplo el papel de Adolphe Menjou en "A woman of Paris" o cómo habría sido recibido el film si hubiese sido presentado en el tono abiertamente "proselitista" en el que Sacha Guitry estaba a punto de hacer sonar su genial "La poison".En todo caso, tras la guerra, quizá el público habría aceptado a un Chaplin olvidado y sin grandes metas ya por conquistar, como el Buster Keaton que aparecía brevemente en “Sunset Boulevard” o sobre todo el que aplaudieron y se emocionaron al verlo en su propia “Limelight” del 52 (postrero escenario de una rivalidad tipo Beatles-Stones, que nunca existió), un viejo cómico pasado de moda que aún se recordaba con cariño pero que era una reliquia de otra era. Mala cosa es cuando muchos te aplauden por seguir vivo.La presencia de otro gigante de su tiempo, Erich von Stroheim, en precisamente "Sunset Boulevard" pienso que tampoco hubiese sido una apertura de posibilidades a considerar por Chaplin; no por vanidad ni por estatus ni por cuenta bancaria saneada, más bien por pura disociación de su bien ganada independencia con cualquier clase de encasillamiento. “A King in New York” era todavía más audaz que “Limelight”, que juega un poco a cubierto, parapetada en la expectativa del renacimiento de sus cenizas del viejo Calvero - no en vano coronada por su "auto-elegíaco", liberador, final - el peligroso juego de presentar a su protagonista como has been, con todos los riesgos de asunción de su condición que ello significó, pues estampa en la cara de los espectadores sin miramientos de ninguna clase ni redención voluntaria imaginable a una clase de canalla aún más pernicioso que cualquier discreto y servicial Barba Azul.No hay más que abrir un periódico para comprobar la (triste) modernidad de este monarca depuesto casi wellesiano - y hay que recordar que contemporáneo de la Europa cartesiana que postulaba el Profesor Alexis de “Le déjeuner sur l´herbe” de Renoir como solución ilusamente integradora - que huye despavorido del viejo continente y su Comunidad Europea en ciernes, al mismo tiempo que los Estados Unidos se enredaban en la oscura espiral del anticomunismo sin pensarlo dos veces, con el dinero que quedaba por robar en su país, que gusta - y precisa: no conoce otra forma de vida - del lujo, abiertamente desagradecido de su tierra (y de la quiera acogerlo, de la que se aprovechará a la menor oportunidad) y que no desdeña anunciar un horrible whisky en televisión para seguir viviendo en el Ritz.El Chaplin joven, que tan poco diestro era para adaptarse a cualquier circunstancia por sencilla que fuese, para el que podía ser un galimatías cualquier acto mundano, siempre presa de malentendidos, deviene lógicamente en Verdoux, Calvero, el Rey Shahdov y finalmente en esa constelación romántica y rejuvenecida de sus perfiles con la que clausura su carrera en la monumental "A Countess from Hong Kong", a los que ya nada puede importar, que se ríen - entre dientes o a carcajadas - de su suerte y no tienen problema alguno en admitir buñuelianamente que todo el camino andado puede haber sido para nada... pero que al menos (como Tati en "Parade") quieren asegurarse de que perdure algo tan inasible como lo que el público haya sido capaz de entender que era su participación en el espectáculo. El placer, el recuerdo, los aplausos, la pasión compartida. A casi todos nos ha podido la tentación de comprobar cómo serían los gags del Chaplin sonoro si hubiesen sido rodados en la era silente. Quitar el sonido a la televisión y, quién sepa, improvisar un acompañamiento con piano, revelan un dato demoledor: son tan buenos como aquellos. Incluso más rápidos y originales. La deformación de haber conocido el cine mudo con la velocidad de fotogramas por segundo truncada ha otorgado un encanto adicional a muchas escenas.
Creo sin embargo que una gran parte de los mejores momentos de toda su carrera, para desgracia de sus detractores (y de los defensores del "marco" silente como algo estanco, que flaco favor le han hecho) están en las películas rodadas a partir de “City lights”, porque son los que menos deben a la gestualidad - suya y del resto del casting - y más a la puesta en escena, que siempre fue tan importante como al servicio del movimiento.
"A King in New York", contemporánea y al mismo tiempo tan suspendida en la nada como "Rally 'round the flag, boys!" de McCarey, con la que comparte un raro tono visionario-burlón más realista de lo que podíamos haber imaginado, más tashliniana que el propio Tashlin, es uno de los mejores retratos que un foráneo hizo de los Estados Unidos de la era Eisenhower y la penúltima parada en el camino antes de abrir las puertas de su particular Petit Théâtre en alta mar, con escala en Honolulu.