He pasado cinco o seis días tiritando de frío, envuelto en dos mantas mauritanas, sobre un polvoriento camastro. Mi frente ardía de fiebre, y un palpitante dolor que comenzaba en las cuencas de los ojos y se derramaba como cera líquida hasta el último rincón de mi cuerpo me mantenía inmóvil. Mi garganta estaba tan dura y seca como una piedra del desierto. Fuera, un siroco demencial arrasaba los campamentos y rugía y se intentaba colar por las rendijas del ventanuco de la habitación. En mis sueños, el ruido del viento provenía del infierno, y en esos delirios me han visitado las cucarachas. Llegaban por docenas, se me subían encima, y jugaban a la montaña rusa bajando y resbalándose por los pliegues de las mantas, entre temblor y temblor. Algunas se paseaban por mi cara y por mis labios, y yo no me podía mover. Una de las peores pesadillas ha sido cuando he soñado que intentaba huir de la fiebre y volaba en una fría madrugada hasta Argel, me alojaba en un sucio hostal, y envuelto en las mantas de la habitación, la fiebre me encontraba y me atenazaba, sin dejarme continuar el viaje, y entonces perdía el vuelo que me salvaría para llegar a Madrid y me hundía en un oscuro barrio argelino, enfermo, débil y solo, hasta el fin.
Las horas transcurrían de forma eterna. Entre pesadilla y pesadilla veía pasar los días y las noches. En otro altibajo de la fiebre también he visto un escorpión que se colaba bajo la puerta y venía hacia el camastro. Aterrorizado, he intentado recoger la esquina de la manta que colgaba hasta el suelo, pero no me ha dado tiempo, y el escorpión ha trepado hasta mí. Encima de las mantas, sobre mi pecho, mirándome a los ojos, de alguna forma que no puedo explicar, me ha hablado. Aprovechando una nueva embestida de la fiebre, me ha transmitido que todo está unido, el sol y el desierto, la arena y los camellos, la fiebre y el viento. Y en un momento de lucidez, en un instante sublime, empapado en sudor, he comprendido la razón de todo, el porqué de la vida, el porqué de la muerte. Estaba todo ahí delante, a mi alcance, tan nítido como el amanecer en la hammada. Pero cuando he intentado memorizarlo, rápidamente la marea de la fiebre me ha envuelto y me ha arrastrado al abismo, y me ha zarandeado igual que el siroco levantaba la arena y el polvo y las lonas de las tiendas de los refugiados, haciéndome olvidar para siempre lo que los dedos de mi razón han rozado durante unos instantes.
Y al séptimo día resucité.