Con la llegada de los días más cortos del año, los cuerpos comienzan a notar los efectos de las comilonas de Navidad y, sobre todo, los efectos de la bajada de temperaturas más o menos intensa (cambio climático mediante). Uno de estos efectos son los resfriados y las gripes varias que, por efecto del contacto entre el personal -íntimo o no, ya queda dentro de las posibilidades de cada uno- y de las casas cerradas a cal y canto para evitar el frío, se contagian con inusitada facilidad en estos días. En este sentido, cada año nos vemos afectados por una o diversas oleadas de gripe (las conocidas como " pasas") que, según su virulencia y facilidad de transmisión, acaban por afectar en mayor o menor medida a toda la población. Una población que ha de soportar como buenamente puede la molesta semana de mocos, toses y estornudos -y a veces fiebre- que acompañan a la infección por el virus de la gripe. Normalmente, el contagio no pasa de aquí, afectando gravemente solamente a personas especialmente sensibles y delicadas, por lo que se aconseja una vacunación preventiva. Sin embargo, la gripe no siempre viene tan benigna y, en algunas circunstancias, el virus muta hasta convertirse en la peor epidemia de la Historia de la Humanidad. Me refiero a la mortífera Gripe Española.
En 1918, los cuatro jinetes del Apocalipsis llevaban 4 años de juerga flamenca por Europa con la excusa de la Primera Guerra Mundial. En ese tiempo, la estupidez humana había convertido el suelo europeo en un cementerio a cielo abierto donde los cadáveres de millones de soldados se mezclaban sin solución de continuidad con el lodo, la metralla y el alambre de espino de las infinitas trincheras del Frente Occidental. Más de 15 millones de personas habían muerto en balde en aquella absurda confrontación que acabó el 11 de noviembre de 1918 de una forma aún más absurda todavía (ver Henry Gunther, el último muerto de la 1ª Guerra Mundial), aunque no fueron las penalidades, ni las balas de la guerra, lo que produjo más muertes en aquellos días.
A principios de primavera de 1918 (entre marzo y abril, vamos) la prensa española se hacía eco de una epidemia de gripe especialmente virulenta que estaba afectando a una gran parte de la población, produciendo gran numero de afectados que acababan por morir al cabo de pocos días de infectarse. Al principio, los síntomas eran los típicos de un resfriado normal, fiebre, mocos, tos... pero pronto se vio que no seguía los patrones típicos de la gripe estacional que todos hemos pasado alguna vez.
Efectivamente, los afectados de esta gripe, pasados los primeros estadios entraban en un colapso corporal. Los síntomas se agravaban descontroladamente, provocando grandes hemorragias en las mucosas, especialmente en la nariz, los pulmones y los intestinos, que empeoraban de una forma espectacular provocando la muerte en menos de una semana por neumonía o por edema pulmonar.
La facilidad de contagio del virus (hasta el mismísimo Alfonso XIII se contagió) y su mortalidad tan inusitada (llegaba a provocar la muerte en el 20% de los infectados) hizo que aquella gripe fuera la protagonista de todas las portadas de la prensa en una España que, debido a haberse declarado neutral, no estaba participando en la Gran Guerra. Una gripe a la cual se le dio el nombre castizo de " Soldado de Nápoles" al coincidir esta epidemia con el reestreno en Madrid de la zarzuela " La Canción del Olvido" y por el jocoso comentario de su libretista, Federico Romero, que dijo que la canción "Soldado de Nápoles" -interpretada en el cuadro segundo- era más pegadiza que la gripe.
Esta situación de alarma social dio mucha visibilidad internacional a la epidemia de gripe que se estaba produciendo en España (bautizándola como Gripe Española), no porque el resto de Europa no la estuvieran padeciendo igual, sino porque, al estar en guerra, la censura informativa militar silenció totalmente el problema grave de salud pública que estaba siendo la gripe. Si ya bastantes muertos se estaban produciendo en el frente, sólo faltaba que se dispersara la noticia de que una enfermedad común estaba produciendo más bajas que el enemigo; hubiera significado el hundimiento total y absoluto de unas tropas ya demasiado hundidas moralmente tras cuatro años de pegarse tiros a lo tonto. No obstante, como a perro flaco todo son pulgas, el virus de la Gripe Española mutó y, como era previsible, a peor. A mucho peor.
En agosto de 1918, en Brest (Francia), se detectó una nueva cepa de la gripe, pero de una extraordinaria virulencia, que se expandió rápidamente entre los contingentes de soldados que provenientes de América utilizaban el puerto bretón como punto de arribada y distribución. De esta manera, aprovechando el gran movimiento de gente de la Primera Guerra Mundial, la Gripe Española, a pesar de las cuarentenas y las mascarillas, se extendió con una velocidad y una capacidad mortífera impresionante hasta los rincones más inverosímiles del planeta: Los cinco continentes se vieron afectados de pleno por la epidemia, ya convertida en pandemia, llegando incluso a las islas del Pacífico y a las más heladas tierras árticas. Las autoridades sanitarias nunca habían visto nada igual.
Esta nueva oleada, al contrario de las gripes hasta entonces conocidas, no se paró afectada por el verano del hemisferio norte y, para más sorpresa, en vez de afectar a los colectivos de riesgo más débiles, se encarnizó de manera brutal con los menores de 65 años. Gente adulta joven que, a priori, tenía las defensas más altas y que caían como moscas justamente por una reacción excesiva de sus defensas al virus, y con ratios de mortalidad que oscilaban entre el 23% y el 71% de los afectados. Aquello no era una epidemia, sino un holocausto sanitario peor que la peste negra de la Edad Media (ver Caffa, las catapultas que bombardearon la peste a Europa).
Tal era la afluencia de muertos que los cementerios no daban abasto a enterrar tanto muerto y se tenían que enterrar en fosas comunes cavadas con excavadoras a vapor, y eso siempre que hubieran enterradores sanos, que no siempre fue el caso. Hubieron pueblos en Alaska en que murieron todos sus habitantes en poco más de una semana e innumerables por todo el mundo en que los infectados superaban el 70% de sus pobladores. De hecho, las islas Samoa llegaron al 90% de sus habitantes infectados, muriendo el 30% de los hombres, el 22% de mujeres y el 10% de los niños.
Estados Unidos con 675.000 muertos, 400.000 en Francia, 300.000 en España, 1.200.000 en el África Subsahariana, 250.000 en Japón, 15 millones en la India, 1.500.000 en Indonesia, 24.000 en Chile... un cataclismo total y absoluto que causó que, en el periodo entre enero de 1918 y diciembre de 1920 -cuando se considera que oficialmente acabó la epidemia- de una población total mundial de 1.000 millones de almas, se infectaran unos 500 millones y murieran entre 50 y 100 millones. Y tal fue las cantidad de horas extras que echó la Parca a cuenta de la Gripe Española que la expectativa de vida humana a nivel mundial bajó en 12 años entre antes y después de la pandemia. Un desastre.
Casi un siglo después, aún se desconoce exactamente el punto de origen de la epidemia. Unos la ubican en China, otros en Estados Unidos, otros incluso en la misma España pero, a pesar de los estudios efectuados con cadáveres muertos recuperados de fosas comunes excavadas en permafrost, no se ha podido saber con certeza ni dónde se originó la peor pandemia de la Historia humana, ni cómo un virus usualmente benigno se convirtió en un mortal asesino. Sea uno o sea otro, la Gripe Española supuso un serio toque de atención para los protocolos de excepcionalidad sanitaria a nivel mundial cuyo recuerdo, en un mundo globalizado al extremo como el actual, aún a día de hoy (caso de la gripe A o el Ébola), pone los pelos como escarpias a las autoridades.
Y es que... ¿quién quiere guerras nucleares teniendo virus?
Pues eso.