Revista Libros
Francisco Ruiz Noguera.La gruta y la luz.Visor. Madrid, 2014.
No arde la ceniza, pero guarda
la memoria del fuego,
el recuerdo dorado de la llama,
el claror de la luz,
y, así, es ceniza viva
lo que tengo en mis manos.
Ese poema, Ceniza, el más breve del libro, quizá también el más intenso, resume el tono y el núcleo temático de La gruta y la luz, la última obra de Francisco Ruiz Noguera.
Esa ceniza viva contiene en su oxímoron la clave no sólo de este volumen, sino de la mayor parte de una producción poética caracterizada por su rigor y su coherencia.
Porque, más allá de que La gruta y la luz lleve como pórtico una cita gongorina –A batallas de amor campo de pluma- que abre como un exlibris poético todos los volúmenes que ha venido publicando Ruiz Noguera, están aquí sus temas fundamentales: la memoria, la luz, el tiempo y la ciudad, la pintura o el mar ritual de los solsticios, la ejemplar integración de vida y cultura que recorre sus versos desde el inicial y ya lejano Campo de pluma, que cumple ahora treinta años.
Memoria y mirada son los dos ejes de este libro que, como la gota del espléndido poema inicial, Gruta, le toma el pulso a la vida desde un presente que está a medio camino entre su memoria de roca y su futuro destino de columna.
Entre la luz y la sombra, esa gota destructiva se convierte en metáfora de la vida con su “fragilidad potente” y traza un recorrido que va del interior de la caverna al exterior urbano de las aceras, de la evocación de lo perdido (el recuerdo dorado de la llama) y hasta del lamento con resonancias de tópico clásico (¿Qué fue de la certeza, qué del hilo?) a la noche celebratoria del sueño o de la pesadilla, a la contemplación de lo plástico como asidero y a la afirmación en el presente del paseante que ve y mira y piensa en los potentes poemas en prosa de la segunda parte del libro.
Es la mirada urbana de un flâneur heredero de Baudelaire, pero más aún de Cavafis y de la prosa poética de Ocnos. Una mirada que recorre la ciudad para elaborar la “poética de la luz y de la arquitectura urbana” a la que se refirió Antonio García Berrio en la introducción a su poesía reunida hace ya casi veinte años.
En un itinerario que va de lo interior a lo exterior, de la oscuridad a la luz, entre el pasado y el futuro, hacia lo que no está todavía aunque se lo espera, La gruta y la luz se mueve entre el anclaje en el tiempo -la memoria del fuego- y la mirada –a menudo guilleniana- que encuentra su ámbito en el espacio urbano.
Ciudad de la memoria que es también la ciudad del paraíso, espacio convertido en espejo de la conciencia del creador que transforma la oscuridad en palabra de luz y reflexiona sobre su poesía y los límites de la expresión (¿dónde están los raíles verdaderos?), habitante de la frontera indecisa que es el territorio de la escritura y de la vida.
Lo pide así el poeta en Rogativa, uno de los mejores poemas del libro:
Libranos. No te olvides de este ruego:
no nos dejes caer
—sin salvación posible—
en negra tentación de oscuridades,
pero mantennos —pido—
no lejos del misterio: siempre al borde.
Santos Domínguez