Revista Cómics

La guarida de la bestia

Publicado el 18 abril 2020 por Xavier Xavier B. Fernández
La guarida de la bestia Nos adentramos con cuidado en la penumbra. El interior se intuía espacioso, y ocupado por los bultos imprecisos de muebles indeterminables. La escasa luz no daba para ver más. De pronto, un quinqué colgado en la pared se encendió, sin que, al parecer, nadie lo manipulara. Y luego otro. Y otro. Y otro más. Seis en total, todo en derredor de la estancia, que, en efecto, ahora podíamos comprobarlo, era muy amplia. Pesados cortinajes de terciopelo granate cubrían las ventanas. Al fondo, una escalinata describía una doble parábola ascendente hasta la planta superior.  El mobiliario, antes impreciso, que habíamos intuido, resultó que eran ataúdes.  Media docena de ataúdes abiertos, dispuestos en hileras, cada uno encima de su correspondiente tálamo mortuorio. En el interior de cada uno de ellos reposaba el cuerpo de una mujer que no parecía muerta, sino dormida. Ahí estaba la hija del viejo Joshua y la de la vieja Abigail.  La mujer de Müller, y la de Jim Rawlins.  Y una mujer negra muy bella, a la que identifiqué como la hermana de Bonnechance por la fotografía de los tres hermanos, y porque Bonnechance, al verla, la llamó por su nombre. —¡Brigitte! Ahí estaban las mujeres que el Comodoro Yorga se había llevado. Al menos, las más jóvenes y hermosas. 
Todas, menos la mujer más hermosa que el Comodoro nunca secuestró y convirtió. Porque allí no estaba mi madre. Ha llegado el momento de que os confiese algo que os he estado ocultando durante todo este tiempo: Betty la Roja es mi madre. Bueno, no, no lo es, porque Betty la Roja es un monstruo, un demonio de la noche, y mi madre era una mujer alegre, bondadosa, dulce y amable. Y muy, muy hermosa; una belleza irlandesa de piel pálida, pelo rojo como el fuego y ojos verdes como esmeraldas.  Después, el Comodoro la transformó en lo que ahora es. Desde entonces es un monstruo repulsivo que se alimenta de la sangre de los vivos, y se paseaba por ahí del brazo de Albino Jim, vestida de hombre, con pantalones de cuero y un largo látigo de azuzar al ganado.  Desde aquel día en que el Comodoro la sacó de su ataúd y se la llevó he intentado desligar el recuerdo de mi madre de la presencia de Betty la Roja. He intentado convencerme de que mi madre murió hace mucho tiempo, y aquel ser es sólo un demonio que tiene su mismo rostro. Como así es, en realidad. Lo sé. Pero una cosa es lo que sabes, y otra muy distinta es lo que sientes. Por eso entendí perfectamente la reacción de Bonnechance al ver el cuerpo de su hermana dentro del ataúd. —¡Brigitte! Ma petite! Dio unos pasos hacia ella. El Padre Veracruz le contuvo, poniéndole la mano sobre el pecho. —Eso no es tu hermana, Bonnechance. Tu hermana murió hace tiempo—dijo el Padre. Pero Bonnechance no parecía escucharlo. Sólo tenía ojos para su hermana. O para aquel ser que había sido su hermana. Y entonces, se oyó la voz del Comodoro tronar por encima de nuestras cabezas. —Es de muy mala educación entrar en la casa de alguien sin haber sido invitado. Miré hacia el final de la escalinata, donde las dos parábolas ascendentes convergían, dando acceso a la planta superior. Y allí estaba el Comodoro, contemplándonos desde las alturas. No tenía muy buen aspecto: el agua bendita que le había llovido encima le había abierto úlceras sangrantes en la piel, y ésta lucía más pálida que nunca, tanto que se distinguían a simple vista las venitas azuladas que la surcaban. Parecía mármol, salvo donde la piel se había rasgado, mostrando por el desgarrón la carne morada y púrpura de debajo. Carne cuyos colores delataban que llevaba muerta mucho tiempo. Nadie le respondió. No con palabras, al menos. Pero sí con plata, plomo y una flecha. Pues todas nuestras armas, incluyendo el arco de Lobo Gris, dispararon contra él en aquel mismo instante. No sé si alguno le alcanzó. No creo, porque el Comodoro fintó hacia atrás y, veloz como un pensamiento, corrió hacia el fondo de la planta superior, situándose así fuera del alcance de nuestros proyectiles. Oímos ruido de cristales al romperse, y supuse que había saltado por una ventana.  En ese momento, las seis mujeres se incorporaron al unísono en sus ataúdes y nos miraron con ojos febriles y sonrisas voraces. Se pusieron de pie y caminaron hacia nosotros, en forma lenta e hipnótica, sin que se les mitigara la fiebre en los ojos ni la voracidad en las sonrisas.  —¡Brigitte!—oí que repetía Bonnechance. —¡Jean-Bap!—dijo la criatura, extendiendo los brazos hacia él—Viens avec moi, mon frére.  Bonnechance avanzó un paso, y en sus ojos brillaba la misma fiebre que en los de lo que había sido su hermana. El Padre Veracruz trató de retenerle con una mano, al tiempo que con la otra apuntaba su revólver contra la mujer, pero Bonnechance le empujó y le sujetó el brazo, provocando así que fallara el tiro. También pude entender aquella reacción, porque de haber sido Betty la Roja quizá la mía hubiera sido la misma, pero no podía permitírselo. Iba a hacer algo cuando Lobo Gris se me adelantó; sacó un Tomahawk del cinto, y con él golpeó a Bonnechance en la nuca,  haciéndole perder el sentido. Cayó al suelo desmadejado y con los ojos en blanco. En ese instante las mujeres se transfiguraron, sus sonrisas voraces se trocaron en muecas feroces erizadas de dientes amarillos, y saltaron sobre nosotros, veloces y voraces como felinos salvajes. Pero no lograron ser más veloces que nuestras balas, y las flechas de Lobo Gris. Aunque alguna logró acercarse peligrosamente a nuestros cuellos, las seis cayeron muertas a nuestros pies antes de poder hacernos algún daño.  —Bien hecho, muchacho—dijo entonces el Padre Veracruz— Ahora, tú y Lobo Gris despejad a Bonnechance y tratad de encontrar por dónde escapó el Comodoro. —¿Es que no va a venir con nosotros, Padre? —Sí, en seguida. Pero antes tengo que asegurarme de que estas señoritas no se vuelven a levantar. Y, diciendo esto, sacó de su cinturón su enorme cuchillo Bowie. Bonnechance se estaba despertando, trataba de incorporarse, gruñía y se frotaba la nuca con una mano. —Malditos seáis todos. Y sobre todo tú, indio—dijo. —Ha sido por su propio bien, señor Bonnechance. —Y ese maldito cura ha matado a mi hermana… —Ya estaba muerta, señor Bonnechance. —¿Qué demonios va a hacer ahora? —Lo que debe hacerse. No quiera saberlo, señor Bonnechance. Venga con nosotros. Dejamos al Padre Veracruz con su siniestra tarea. Subimos a la planta superior por la escalinata, encontramos un ventanal roto. Nos descolgamos por él y, ya en el suelo, en el exterior, Lobo Gris se acuclilló y encontró un rastro de quien por aquella ventana había saltado. Lo seguimos, y nos condujo al cercano granero, cuya puerta estaba entreabierta.  Lobo Gris encendió una antorcha, y entramos. En el interior encontramos varios cadáveres. Cadáveres antiguos, consumidos, apenas nada más que piel apergaminada sobre los huesos. Momias resecas vestidas con ropas que alguna vez fueron de su talla, pero que ahora les quedaban dramáticamente holgadas. Todos estaban encadenados entre sí y a la pared, con pesados grilletes y cadenas de gruesos eslabones, como las que se solían utilizar con los esclavos antes de la guerra. —Reconozco ese sombrero—dijo Bonnechance, señalando a uno de los cadáveres con el cañón de su Winchester— ese pobre desgraciado era el marido de mi hermana. Concluimos que aquellos restos debían corresponder a los integrantes de las caravanas que el Comodoro y sus hombres habían interceptado. Acerca de cómo habían muerto, sólo podíamos hacer conjeturas, pero tuvo que ser de una forma horrible. Aunque aquello no fue lo más inquietante que encontramos en el granero. Pues en el suelo, en su justo centro, se abría un gran pozo cuadrado. Una escalera de madera permitía acceder al fondo. Tiramos una antorcha a su interior, y gracias a su luz vimos que el pozo terminaba en lo que parecía el inicio de una galería subterránea, apuntalada con vigas de madera. El Comodoro había huido por el interior de la tierra. Y nosotros teníamos que perseguirle. La guarida de la bestia Próximo capítulo:

La catacumba española




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