Revista Opinión

La guerra de Libia: el caos que amenaza el Mediterráneo

Publicado el 25 febrero 2015 por Juan Juan Pérez Ventura @ElOrdenMundial

Cuatro años han pasado ya desde que el 17 de febrero de 2011 el pueblo libio se alzara contra la dictadura del coronel Gadafi, prendiendo la mecha de una revolución que seguía el camino iniciado en la vecina Túnez, en línea con la ola de revueltas populares que sacudió el Magreb y que puso en jaque a los regímenes autocráticos que imperaban en la región. En Libia, la sublevación popular desató ocho meses de una cruenta guerra civil que acabó con la caída del régimen gadafista, simbolizada en la captura, linchamiento y finalmente asesinato del autor del Libro Verde en octubre de 2011. Se abría en Libia un nuevo tiempo de esperanza en un clima de ingenuo optimismo e imprudente satisfacción generalizada. Paradójicamente, apenas cuatro años después, no quedan atisbos de ese ambiente de euforia extendida que instaló efímeramente la mal llamada primavera árabe, un término que en Libia no ha dejado de resultar macabramente irónico. La prosperidad augurada no es más que una mera fantasía y la transición hacia un sistema democrático no tardó en irse al traste ante la inexistencia de unas instituciones fuertes que liderasen el proceso y se ganasen la confianza de la ciudadanía libia. Hoy por hoy el consenso nacional se ha demostrado poco menos que una quimera y, no en vano, en el país existen dos parlamentos rivales que operan a la vez, uno en Trípoli y otro más de mil kilómetros al este, en Tobruk.

De este modo, no es de extrañar que ya se compare la situación libia con aquella producida en Afganistán o Irak tras la intervención de potencias occidentales, con la peculiaridad y el aliciente de que esta vez sucede a las puertas de Europa. La descomposición libia es un escenario que no sólo era probable sino que dados los antecedentes mencionados y las características intrínsecas que el país reunía, era posible intuirla antes del derrocamiento de Gadafi. Un pueblo socioeconómicamente fragmentado con unas élites claramente distinguibles que se repartían los jugosos beneficios del petróleo, la principal fuente de ingresos. Una sociedad predominantemente tribal donde la lealtad a una comunidad de afinidades étnicas, culturales, religiosas etc. primaba ante cualquier tipo de lealtad al Estado. Una gran parte del territorio, el suroeste, desértico y prácticamente deshabitado, con unas fronteras difusas y propicias para todo tipo de tráfico ilícito y la instalación de redes de crimen organizado y terrorismo. A esto se le unió, tras la desaparición de Gadafi, la descomposición del ejército y las fuerzas de seguridad libias, que coincidió con la radicalización y la mayor presencia de las milicias que lucharon contra el régimen gadafista, fortalecidas armamentísticamente por el saqueo a antiguos arsenales del ejército durante la guerra y la proliferación del tráfico de armas. El país quedó sumido en un vacío institucional que rellenaron los jefes tribales y las milicias locales, lo que ayudó a reavivar antiguas rivalidades interétnicas y dotar de mayor complejidad al conflicto que se avecinaba. Junto a ello, no se ha de olvidar que al desmoronamiento libio ha contribuido el cínico desinterés que las potencias occidentales -especialmente las europeas- que prestaron apoyo militar para destronar a Gadafi han demostrado tener en la transición libia, dejando a un país sin tradición democrática a su suerte y con muchas heridas sin cerrar.

La transición hacia el vacío

Era el 7 de julio de 2012. Habían pasado escasos ocho meses desde el fin de la era Gadafi. El pueblo libio acudía a las urnas para elegir a los miembros que configurasen el nuevo Congreso General Nacional, una asamblea de 200 miembros que debía sustituir al Consejo Nacional de Transición creado tras el fin de la guerra civil. Las elecciones, que gozaron de alta participación ciudadana, suponían un hito histórico que parecía indicar que el proceso de institucionalización del país avanzaba por buen camino. El Congreso General Nacional (CGN) electo nació con el objetivo de redactar una constitución en un plazo de dieciocho meses y elegiría en octubre como primer ministro al liberal Ali Zeidan (fotografía), conocido por su defensa de los Derechos Humanos.

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El nuevo gobierno de Zeidan tenía la difícil misión de reconducir el caos en el que se había convertido Libia un año después de la muerte de Gadafi. En primer lugar trató de aunar a diferentes milicias que lucharon en la guerra contra el enemigo común, el régimen gadafista, pero que tras la caída de éste se disputaban el control de ciudades, fronteras y de puntos estratégicos como puertos y pozos petrolíferos. Mediante el Ministerio de Defensa se trató de integrar a las milicias más importantes bajo un ejército regular libio –el Escudo Libio- que quedaría dividido en tres áreas (centro, oeste y este). Esta estrategia, que perseguía el control y el desarme de las milicias, fracasó en gran medida, debido a que algunas de éstas habían adquirido ya una dimensión alarmante y obedecían a lealtades tribales e ideológicas propias, en ningún caso al interés común. El esfuerzo integrador, por tanto, fue prácticamente en vano, y la situación en materia de seguridad, con grupos paramilitares enzarzados en disputas por el control geoestratégico del territorio, comenzaba a ser dramática e insostenible. Las instituciones que salieron de las elecciones de julio se vieron, pues, incapaces de imponer el monopolio de la fuerza, elemental para crear unas sólidas estructuras de Estado, y no supieron ni pudieron hacer frente a la progresiva radicalización de lo que era ya una lucha de todos contra todos.

El panorama en el Congreso General Nacional no era mucho más halagüeño. Éste comenzaba a polarizarse y la tensión entre los grupos islámicos y liberales crecía por momentos. Los planteamientos radicales tenían cada vez mayor cabida en el seno del mismo, lo que dejaba entrever el papel coactivo que ejercían las milicias más poderosas desde el exterior. La influencia de los milicianos se dejó notar en la redacción y aprobación de la polémica Ley de Aislamiento Político que entró en vigor en junio de 2013. Según ésta toda persona que tuviera un alto cargo en el régimen de Gadafi quedaría inhabilitada para asumir cualquier cargo de responsabilidad durante un período de diez años. Esto incluía desde ministros hasta rectores de universidad, pasando por cargos militares y policiales y otros funcionarios públicos. Esta ley supondría la desaparición de miles de libios de la vida pública, favorecía a los nuevos grupos islamistas que apenas se veían afectados por la misma y ponía aún más difícil la reconciliación nacional en el proceso de transición. Pocos meses después, en diciembre, el CGN volvería a dar muestras de su islamización aprobando la imposición de la Sharía y decidiendo unilateralmente la prórroga a los dieciocho meses de mandato a los que se había comprometido en su creación y que expiraban en enero de 2014. La perduración por encima de lo estipulado de lo que debía ser un parlamento interino generó multitud de protestas de la ciudadanía libia, que rechazaba el rumbo islamista que encauzaba el país. El primer ministro, Ali Zeidan, desbordado por el caos y desacreditado por un CGN a merced de las milicias islamistas, fue cesado tras una moción de censura en marzo de 2014 bajo pretexto de no haber sido capaz de gestionar con éxito el incidente del carguero norcoreano Morning Glory, que desembarcó de un puerto rebelde cargado de petróleo libio.

Entre esta inestabilidad institucional y con un país fragmentado en diversos centros de poder que hacían prácticamente imposible una gobernación efectiva sobre todo el suelo libio, en mayo del pasado año se produciría un nuevo punto de inflexión en el incierto devenir del malogrado país árabe. El general retirado Jalifa Haftar (fotografía de la derecha) lanzó la denominada ‘Operación Dignidad’ tratando de frenar por la fuerza la deriva islamista que había tomado de manera irrevocable el país. Mediante esta operación las fuerzas de Haftar bombardearon Bengasi y Trípoli, donde llegaron a asediar el Parlamento, ordenando la suspensión del Congreso General Nacional.

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Lo que parecía un intento fallido de golpe de Estado iba a cobrar mayor relevancia porque, para sorpresa de muchos, el golpista Haftar catalizó el sentimiento antiislamista que recorría el país y recibió el apoyo de la mayor parte de las unidades militares, de algunos miembros del CGN y de un sector importante de una población hastiada que se echó a la calle para manifestarle su respaldo y el rechazo a las milicias radicales. Las fuerzas de Haftar se autodenominarían Ejército Nacional de Libia, y se ganaron el apoyo también de las milicias de la ciudad de Zintan, al oeste del país, la milicia tribal Warshefana al sur y oeste de la capital y las de la región montañosa de Nafusa al sur de Trípoli. Los bandos empezaban a discernirse. La violencia intertribal comenzaba a adquirir dotes de guerra civil y los ataques una magnitud catastrófica.

Entretanto, el cinco de junio del pasado año el Tribunal Constitucional libio declaró ilegal la elección como primer ministro de Maiteg, que relevó a Ali Zeidan en el cargo, y se convocaron unas nuevas elecciones legislativas a finales del mismo mes. En éstas, la participación fue muy escasa (alrededor del 20%), como muestra de la desconfianza a las instituciones estatales que ya había quedado instalada en la ciudadanía libia. Los islamistas sufrieron un tremendo revés, haciéndose con solo treinta escaños de doscientos que tiene la cámara. Tras el anuncio de los resultados, que se emitieron un mes después de los comicios, se intensificó sustancialmente la violencia en la capital y obligó al recién formado parlamento exiliarse a la ciudad oriental de Tobruk, que se creía menos agitada y con menor presencia de milicias. Sin embargo, este traslado no fue aceptado por los grupos islamistas que lo tacharon de inconstitucional y que a finales de agosto reinauguraron el Congreso Nacional General, cuyo mandato había acabado en junio, aprovechando que Trípoli por entonces una ciudad gobernada por las milicias de Misrata.

El panorama político libio quedaba pues configurado con dos parlamentos operando simultáneamente, uno en Trípoli, la capital, controlado por los islamistas; y el otro en Tobruk, sin presencia de radicales y bajo el gobierno del recién nombrado presidente Abdullah al-Thani Este último parlamento, que salió de los comicios de junio, era el único que gozaba de reconocimiento internacional. No obstante, en noviembre iba a llegar otro varapalo a las pocas aspiraciones de estabilidad que quedaban en Libia cuando el Tribunal Supremo declaró las elecciones de junio inconstitucionales y ordenaba la disolución del parlamento formado a raíz de estas, es decir, el más moderado con sede en Tobruk. Esta decisión del Supremo supondría un espaldarazo a los intereses islamistas, pues ahora tenían mayores motivos para no reconocer a un parlamento en el que apenas se encontraban representados. Como era de esperar, la decisión del Supremo no fue aceptada por los componentes del parlamento electo de Tobruk, que denunciaron la presión ejercida por las brigadas radicales en el dictamen, y el mismo continua funcionando paralelamente al islamista de Trípoli.

Quién lucha contra quién

Aunque resulte paradójico, la existencia de dos ejecutivos en Libia no hace sino garantizar el desgobierno más absoluto al no contar ninguno con la legitimidad suficiente como para impedir que gobiernen las armas. El país se ha roto en bandos a priori irreconciliables que, lejos de buscar una solución política para dirimir diferencias, combaten sobre el terreno para ejercer su poder y extender sus zonas de influencia. El resultado no es más que un país fragmentado territorialmente y sumido en la anarquía y el caos, en un conflicto cada vez más sangriento que amenaza con enquistarse y constituir un problema crónico de inseguridad regional.

La Operación Dignidad de Haftar dio inicio a una nueva guerra civil en Libia. Alrededor de su figura se agruparon diferentes grupos antiislamistas que compartían su causa, y en su contra, sus enemigos no tardaron en formar sendos bloques para enfrentar a sus fuerzas en la denominada ‘Operación Amanecer’. A menudo se suele reducir el escenario a una lucha entre islamistas y no islamistas. Bien es verdad que dadas las características ideológicas de los grupos contendientes se podría a agrupar imprecisamente a éstos en dichos bandos, pero un caos como el de Libia requiere de una mayor complejidad analítica. Ni los bandos están tan bien definidos, ni los grupos que comparten ideología encuentran elementos cohesionadores suficientes como para formar coaliciones lo suficientemente compactas que actúen como fuerzas disciplinadas con estrategias perfectamente coordinadas para derrotar al enemigo.

De manera esquemática y en la difícil labor de delimitar los bloques beligerantes, entre las fuerzas pro-Haftar de la coalición Operación Dignidad destacan:

  • Ejército Nacional: a pesar de su nombre, el denominado Ejército Nacional no deja de ser grupo nacionalista armado de corte secular dirigido por Jalifa Haftar. Son claramente antiislamistas y desde la Operación Dignidad consiguieron apoyos de otras milicias moderadas. El Ejército Nacional rinde fidelidad al parlamento de Tobruk y actúa principalmente en el este del país, donde mantiene combates constantes contra milicias islamistas por el control de pozos petrolíferos, aeropuertos y ciudades claves como Bengasi. Lo componen antiguos soldados del Ejército Libio y otros antiislamistas más inexpertos.
  • Brigadas de Zintan: agrupan a más de veinte milicias provenientes de la ciudad y alrededores de Zintan, unos ciento cincuenta kilómetros al suroeste de Trípoli, y de las montañas de Nafusa. También son consideradas antiislamistas y desde la Operación Dignidad juraron lealtad a Haftar. De hecho, fueron las encargadas de bombardear Trípoli y asediar el Congreso los días posteriores al golpe del antiguo general. Estas milicias se consideran el segundo grupo armado de mayor importancia en Libia, tras la milicia de Misrata, y se ha hecho con el apoyo de otras milicias tribales menores del oeste libio, como la de Warshefana.

En contra de Haftar y del Congreso secular de Tobruk, se distinguen:

  • Amanecer Libio (también Lybia Dawn o Fajr Lybia): se trata de una coalición de milicias en su mayoría islamistas que se agruparon para lanzar la Operación Amanecer, como contraofensiva a la Operación Dignidad. Cabe señalar que también hay milicias no islamistas en esta coalición que luchan contra Haftar, lo que da muestras de lo que ya se apuntaba anteriormente, el conflicto no es un mero enfrentamiento entre islamistas y no islamistas. Las milicias que forman Amanecer Libio son leales al Congreso Nacional General de Trípoli y tienen una presencia determinante en el mismo. El mayor bloque de Amanecer Libio lo forman las brigadas de Misrata, provenientes de la ciudad mártir que aguantó heroicamente el asedio de las tropas gadafistas durante la guerra civil y que ahora es el epicentro de la mayor coalición armada del país, la cual forman unas doscientas milicias. La principal área de influencia de esta coalición es la región de Tripolitania, al noroeste del país, lo que engloba la ciudad de Trípoli y la portuaria de Misrata, eminentemente comercial.
  • Grupos Yihadistas: éste es un grupo tremendamente difuso representado por salafistas más radicales que a menudo son considerados terroristas. Entre ellos destaca Ansar al-Sharia, la milicia de los Mártires del 17 de febrero, o Escudo Libio 1 (una escisión islamista de las fuerzas pro-Haftar de Escudo Libio) que no forman parte de la coalición Amanecer Libio. Estas formaciones surgieron en Bengasi y tuvieron una gran implicación en la guerra contra Gadafi no solo en el campo de batalla sino en el plano social, lo que les permitió acaparar un mayor respaldo popular y político. Ansar al-Sharia es la mayor organización yihadista del país y sus filas se nutren de combatientes provenientes de Irak y Siria. Este grupo fue el encargado de atentar contra el consulado estadounidense en Bengasi en 2012, en el que el cónsul de Estados Unidos resultó asesinado. Aunque este grupo no haya confirmado públicamente su lealtad al autodenominado Estado Islámico (también DAESH) o a Al Qaeda Central, su modus operandi cada vez responde más a aquel llevado a cabo por DAESH en Irak o Siria, con proclamaciones de emiratos en las ciudades ocupadas o ejecuciones públicas con gran difusión mediática, como la decapitación de veintiún cristianos coptos egipcios en las playas de Sirte (foto).

Otros focos extremistas sí lo han hecho, como el autodenominado Consejo de la Shura de los Jóvenes Islámicos que proclamó el califato en Derna, una ciudad al este de unos cien mil habitantes. Este grupo lo integra una escisión de Ansar al-Sharía junto con otros grupos yihadistas y militantes provenientes de Siria e Irak.

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Los grupos yihadistas controlan diversos puntos del país y están adquiriendo una mayor dimensión gracias al apoyo externo que le brindan otras organizaciones similares desde el exterior. Menos beligerantes en la guerra, pero también presentes en territorio libio, es preciso hacer mención a los grupos yihadistas que pululan por el desértico suroeste del país, protagonistas del tráfico de armas, de personas y otras actividades ilícitas en el Sahel, como Al Qaeda en el Magreb Islámico, la Brigada Al Mourabitoun, MUYAO o Ansar Dine, que encuentran la férrea oposición de tribus y clanes que han formado milicias de autodefensa para proteger sus territorios. Estos grupos son a menudo los encargados de dinamizar el crimen organizado en toda África, como se ilustra en el siguiente mapa:

África - Conflictos - Seguridad - Economía - Energía - Consecuencias de la caída de Libia

Por último, cabe destacar a dos tribus no árabes instaladas en el desértico suroeste y que luchan por su autonomía, los Tuaregs y los Tobus. Milicias de ambas tribus rivales mantienen una guerra interna por hacerse con la región y especialmente, por el control de los yacimientos petrolíferos de la zona.

Estado actual del conflicto

Como apuntábamos, el país se encuentra fragmentado territorialmente. El este es dominado por la coalición de la Operación Dignidad, si bien la batalla se libra en las ciudades más al norte, muchas de las cuales no tienen un dominador claro y están siendo disputadas por las diferentes milicias. En el noroeste la coalición islamista es la que domina el territorio y la que lucha por no perder el control de ciudades estratégicas como Trípoli o Misrata.

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La de Libia es una guerra por el control de enclaves estratégicos al este y al oeste del país que solo en el año pasado dejó 2.628 muertos. Las ciudades portuarias y con aeropuertos son las más codiciadas por los bandos beligerantes y escenario habitual de ataques por parte de uno y otro bando. También son de un valor estratégico vital las zonas con yacimientos petrolíferos, que permiten a los grupos controlar las instalaciones de la principal fuente de ingresos del país. Como vemos, la lucha fratricida en Libia tiene un marcado carácter económico, siendo una prioridad para los contendientes la obtención de recursos que le permitan extender su dominio y debilitar las capacidades de los enemigos. Sin embargo, los ataques a instalaciones petrolíferas, puertos y aeropuertos suponen un flaco favor a la economía libia que se desploma a medida que se intensifican los combates y la producción de petróleo en el país se encuentra en niveles mínimos.

África - Libia - Economía - Producción - Conflictos - Situación en 2014 de Libia

Implicación extranjera en el conflicto

Un conflicto con marcado carácter regional

Como no podía ser de otra manera, la nueva guerra civil libia mantiene en vilo a la región del Magreb y Oriente Medio. Ante la pasividad de grandes potencias como Estados Unidos o la Unión Europea, las potencias regionales decidieron tomar cartas en el asunto e intentar decantar el conflicto a favor de sus intereses mediante apoyo financiero e incluso con intervenciones militares como el caso de Egipto y Emiratos Árabes Unidos (EAU). De los países vecinos, Egipto es el que se muestra más cooperativo con las fuerzas seculares libias, toda vez que los grupos islamistas libios comparten afinidades y mantienen vínculos con los Hermanos Musulmanes egipcios, contrarios al presidente al-Sisi. Egipto ha participado con ataques aéreos desde el pasado verano, los últimos a posiciones de Ansar al-Sharía como respuesta al asesinato de los veintiún cristianos coptos. Al despliegue aéreo también ha ayudado EAU, y además de estos dos países, Arabia Saudí también se ha posicionado a favor de las fuerzas de la Operación Dignidad, contrario a los grupos islamistas radicales que pudieran convertir Libia en un nuevo Irak que amenazara con desestabilizar a la región y por ende, el statu quo de su régimen autocrático.

Por otro lado, el bando islamista fiel al Congreso de Trípoli recibe los apoyos de Qatar y Turquía, que podrían estar prestando apoyo económico a islamistas moderados cercanos a los Hermanos Musulmanes en Libia, que ya cuentan con la ayuda de organizaciones afines en los estados vecinos. A esto hemos de añadir, como se apuntó antes, el vínculo cada vez más evidente entre los yihadistas libios y DAESH, con combatientes reclutados de Siria e Irak.

Naciones Unidas, ¿una vía para la esperanza?

Los esfuerzos por sentar a negociar a las partes enfrentadas no han cesado por parte de las Naciones Unidas, que mantiene desde 2011 la Misión de Apoyo de Naciones Unidas para Libia (UNSMIL), que además fue reforzada en 2014. Esta misión es eminentemente civil y tiene como enviado especial al diplomático español Bernardino León, cuyo esfuerzo mediador empieza a tener resultados palpables tras meses de infructuoso trabajo. El pasado 16 de enero las fuerzas pro-Haftar y Amanecer Libia se comprometieron en Ginebra al cese de los combates y a iniciar un diálogo que permita encauzar la reconciliación, en el marco de unas conversaciones auspiciadas por Naciones Unidas. Esta puede ser una de las últimas balas que le queden a NN.UU. en el terreno diplomático y está por ver si se producirán avances reales sobre el terreno. Sólo mediante un gobierno de unidad nacional y con el beneplácito de todas las partes beligerantes, Naciones Unidas se plantearía el despliegue de cascos azules en territorio libio. De momento, no parece probable a corto plazo.

¿Dónde está la Unión Europea?

La respuesta, en términos geográficos, es bien sencilla: a unos 350 kilómetros de las costas libias las olas de inmigrantes irregulares que reciben desde Libia las costas italianas hacen recordar que el estado norteafricano está a las puertas de Europa y que su conflicto interno tiene repercusiones directas para el Viejo Continente. Sin embargo, en el plano político, no parece darse tal proximidad. La guerra libia ha pillado a Europa mirando al este preocupada por sus discrepancias con Putin en Ucrania, y el caos libio no está ocupando toda la atención que merece en Bruselas. La implicación europea en Libia no está a la altura ni de la amenaza que plantea el conflicto para la seguridad en el Mediterráneo ni de la responsabilidad que tienen en la degeneración de los países miembro de la Unión Europea. Lo que es más, Europa ha sido un actor clave en la historia reciente del país magrebí. Es preciso recordar que en primer lugar Libia fue colonia de la Italia fascista. En segundo, Europa vivió cuarenta años de un romance idílico con el coronel Gadafi y contribuyó a la perpetuación de una dictadura de la que se nutría energéticamente. Tercero, con la primavera árabe cambiaron las tornas y una coalición de países, en su mayoría europeos, bajo la bandera de la OTAN y en el marco de la operación Unified Protector ayudaron decisivamente a las milicias radicales libias en su lucha contra el régimen gadafista. Sin embargo, la polémica intervención de 2011 fue el inicio de la catástrofe libia. La coalición a la que no le tembló el pulso para bombardear a Gadafi demostró no tener un plan previsto para después. Una vez destronado el Coronel, y a sabiendas de la bomba de relojería que constituía fragmentación intertribal que acuciaba el estado libio, Europa dejó la transición libia en un segundo plano de su agenda, perdiendo la oportunidad de ser el gran artífice internacional que impulsase la creación de instituciones sólidas que liderasen la transición hacia un sistema democrático capaz de garantizar una estabilidad duradera. Los intentos por resarcirse de esta irresponsabilidad manifiesta han sido insuficientes. En primer lugar, la Unión aprobó en 2011 la misión EUFOR que consistía en el despliegue de fuerzas de ayuda humanitaria en determinadas regiones que sin embargo nunca se llevó a cabo. Dos años más tarde, la UE lanzó la Misión de Asistencia de la Unión Europea para las Fronteras en Libia (EUBAM), cuyo objetivo principal se resume en el asesoramiento a las autoridades civiles en el control y gestión de los 4.400 kilómetros de la frontera terrestre y los 1.770 kilómetros de costa mediterránea.

Hasta el momento, la importante ayuda económica desde la caída de Gadafi y la asistencia a las víctimas del conflicto quizás sean los mayores logros de la Unión Europea sobre suelo libio. En el ámbito diplomático, desde Bruselas siempre ha abogado por el diálogo entre las partes, en la búsqueda de una solución política y descartando en todo momento una intervención militar. Recientemente, la propia Alta Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Seguridad, Federica Mogherini, ha reconocido en tono autocrítico que Libia no siempre fue una prioridad para la Unión, y que es urgente definir una línea de acción internacional en el país magrebí. “La situación en Libia requiere la preocupación y la acción de toda la Unión Europea para garantizar que el país logre finalmente una solución estable y que el riesgo de inestabilidad y terrorismo no se extienda por la región, a los países vecinos y a Europa” explicó a raíz de la ejecución de los coptos por grupos yihadistas libios.

Es precisamente el indudable incremento del yihadismo en Libia lo que está creando un escenario propicio para captar la atención mediática en Occidente y elevar la preocupación en Bruselas. De hecho, la progresiva amenaza yihadista está constituyendo para la comunidad internacional el incentivo de mayor peso por el que comprometerse a una implicación superior en la resolución del conflicto libio, que puede pasar por afianzar el principio de acuerdo ya existente entre las fuerzas seculares y los islamistas moderados. No obstante, cualquier avance en el ámbito diplomático debe invitar a la cautela. La paz en la Libia posrevolucionaria queda aún muy lejos.

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