Hasta hace algunos años, cuando los historiadores debían abordar un tema tan complejo como la Segunda Guerra Mundial, se solían centrar en las grandes batallas, en las estrategias de los líderes militares, en sus errores y sus aciertos, así como en la planificación general y economía de guerra, en los destrozos causados por los bombardeos y en las innovaciones militares, pero el padecimiento de soldados y civiles se trataba como de pasada, reduciendolo a meras cifras. Si echamos un vistazo a dichas cifras en el caso de la antigua Unión Soviética, no podemos sino estremecernos ante el precio que el país debió pagar para hacer frente a la invasión nazi. Los historiadores discrepan, pero el número de muertos debió estar entre los treinta millones, un tercio de éstos militares. Un número tan frío no debería ocultarnos las implicaciones que supone, el inmenso sufrimiento que implica. Además, detrás de tantos muertos hay un número mayor de heridos, de traumas psicológicos y pérdidas familiares y materiales: Si la URSS consiguió desalojar a los alemanes de su territorio fue a base de una estrategia casi suicida: exponiendo a sus soldados a que murieran a millares en cada operación y practicando la táctica de tierra quemada para no dejar nada aprovechable al invasor.
El objetivo del libro de Catherine Merridale es acercar al lector a la experiencia de los soldados que tuvieron que librar algunas de las batallas más brutales de la historia. Merridale utiliza una técnica cercana a la de la premio Nobel bielorrusa Svetlana Aleksiévich - a la que nombra en más de una ocasión - , procurando acercarse y entrevistar a los últimos supervivientes de aquellos hechos históricos, aunque después, a diferencia de Aleksiévich, sea su propia voz la que narre y ordene los acontecimientos. Los recuerdos de los antiguos soldados suelen ser estremecedores, pues están repletos de hechos indescriptibles, de tanques en llamas embistiéndose entre sí, de bombardeos tan devastadores que se sentían como el peor de los terremotos, de ciudades ardiendo y de montañas de cadáveres calcinados. Pero también están las evocaciones de la camaradería de aquellos días, de los amigos perdidos y, ya al final, del orgullo de haber protagonizado la victoria más costosa de todos los tiempos. En cualquier caso debe ser un esfuerzo conversar con estos ancianos, bucear en unos recuerdos en gran parte traumáticos, auténticas evocaciones de estancias en el peor de los infiernos:
"Nada aislaría más a los soldados que la experiencia común de la batalla. Incluso los hombres que trataron de hablar, de contárselo a sus esposas y amigos, se encontraron con que eran incapaces de llenar el abismo que separaba a quienes habían presenciado los combates de todo el resto. (...) Cuando una persona se sienta a escribir tras haber sobrevivido a una carnicería (...) su objetivo no es rememorar el infierno, sino escapar de él."
Los soldados rusos que tuvieron peor suerte fueron los que tuvieron que afrontar los primeros meses de la invasión nazi. El Ejército Rojo no se hallaba preparado para un ataque de tal envergadura, por lo que las bajas se contaban por cientos de miles en cada uno de los intentos defensivos que se opusieron a la fuerza irresistible de las divisiones blindadas alemanas. Hasta Stalingrado los días fueron amargos y el futuro se atisbaba muy negro. La línea oficial del Partido hablaba de victoria, pero la realidad probaba que ésta, si llegaba a producirse, estaba muy lejana. Los soldados seguían luchando y muriendo y, para asegurarse de ello, el Estado montaba líneas detrás de las propias tropas para disparar a quien se atreviera a dar un paso atrás. Los combatientes soviéticos no solo debían preocuparse por conservar su propia vida en un entorno ciertamente hostil, sino también, en muchísimos casos, por adivinar la suerte que habían corrido sus familiares, habitantes de alguna de las miles de ciudades y pueblos devastados por la guerra. Para los que caían prisioneros, el destino estaba sellado: morirían de inanición sometidos a trabajos forzados en los campos nazis. Para los pocos que sobrevivieron a dicha experiencia, el destino no serían mucho mejor: el Estado Soviético los consideraría traidores.
Porque la guerra contra los nazis no solo era una guerra patriótica para liberar el propio territorio, sino también una batalla ideológica para probar la superioridad del Estado comunista, por lo que el soldado estaba constantemente aleccionado por los discursos de sus comisarios políticos y vigilado por unidades de la policía secreta de Stalin, que combatía cualquier desviación en las propias tropas con un celo inquisitorial. La austeridad, el sufrimiento y las constantes privaciones fueron el pan cotidiano de los soldados soviéticos. Cuando éstos llegaron a Occidente, a Hungría, a Polonia y sobre todo a Prusia, pudieron comprobar que el nivel de vida era mucho más alto que en su propio país, quedando fascinados por el bienestar material imperante. Para Stalin, este era el momento más peligroso, por lo que puso énfasis en la idea de venganza: proclamó que todo aquello era fruto del saqueo de los demás países de Europa y que el soldado soviético tenía derecho a tomar lo que quisiera, incluidas la mujeres alemanas. Aquello fue tomado al pie de la letra. Aunque en principio fueron silenciadas, el testimonio de los cientos de miles violaciones acaecidas aquellos días se fueron recuperando poco a poco. Algunos combatientes rusos se sentían muy perturbados por todo aquello. Como escribió un oficial llamado Leonid Rábichev:
"(...) mujeres, madres e hijas, yacen a derecha e izquierda a lo largo de la ruta, y delante de cada una de ellas se halla un ruidoso ejército de hombres con los pantalones bajados. (...) A las mujeres que sangran o pierden el conocimiento se las aparta a un lado, y nuestros hombres disparan a las que tratan de salvar a sus hijas. Mientras tanto, había allí cerca un grupo de oficiales sonrientes, uno de los cuales estaba dirigiéndolo, o, mejor dicho, regulándolo todo, con el fin de asegurarse de que todos los soldados sin excepción tomaran parte."
La embriaguez de la victoria duró algunos meses. Poco a poco la situación se fue normalizando y algo parecido a leyes empezó a imperar en los territorios conquistados por los soviéticos. Para el soldado de a pie, el máximo anhelo era iniciar una vida mejor. Muchos creían que el inmenso precio pagado por la derrota nazi debía tener alguna compensación, que por fin el Estado se ocuparía de la felicidad presente, y no futura, del individuo:
""Cuando acabe la guerra - había señalado un escritor soviético en 1944 -, la vida en Rusia será muy placentera". Su esperanza - como la de millones de personas más - era que las nuevas relaciones de amistad con Estados Unidos y Gran Bretaña darían un fruto duradero, que el prestigio de la Unión Soviética en el mundo abriría puertas que llevaban cerradas desde 1917. "Habrá mucho ir y venir - proseguía - , con un montón de contactos con Occidente. Se permitirá a todo el mundo leer lo que quiera. Habrá intercambios de estudiantes y será más fácil viajar al extranjero."
Pero la realidad que se encontrarían los soldados en su vuelta a casa sería mucho más prosaica. Después de un recibimiento triunfante en la estación, los hombres descubrían a sus familias viviendo en refugios inmundos, a la población pasando hambre y todo tipo de necesidades. Alrededor de las ciudades, los campos se hallaban devastados por las batallas recientes. Las cosechas no habían podido llevarse a cabo y los caminos se encontraban sembrados de minas. La reconstrucción sería otra gran guerra a afrontar en los próximos años. Pero mientras tanto, adaptarse a la vida civil no era fácil. Los traumas seguían ahí y el reconocimiento oficial del Estado a sus veteranos fue muy tibio, cuando no directamente represivo, como en el caso de mucho mutilados, que recibieron una muy deficiente atención médica. Muchos de ellos acabaron su vida como mendigos, a falta de cualquier ayuda por parte de un Estado por el que habían sacrificado su entera existencia. Una vez asentado de nuevo en el poder, Stalin se dedicó a lo que mejor sabía hacer: a reivindicar la victora de un modo absolutamente personal y a iniciar nuevas purgas contra cualquiera que pudiera hacerle sombra. Para el ciudadano soviético la vuelta a la existencia cotidiana significó la vuelta a las colas para conseguir un poco de comida y enfrentarse a una interminable burocracia para conseguir una vivienda habitable para su familia:
"(...) la auténtica tragedia, la perfidia de los últimos años de Stalin, fue el robo que obligó a unos ciudadanos decentes a consentir la tiranía por culpa del miedo: el robo de casi todos los grandes ideales por cuya salvación habían luchado."
Los veteranos que rememoran aquella época, recuerdan el esfuerzo colectivo de la victoria, pero muchos de ellos no pueden evitar estar resentido por los escasos frutos que derivaron de la misma para el pueblo. Los antiguos aliados pasaron bien pronto a considerarse los nuevos enemigos y el país se impregnó otra vez de retórica bélica: era el comienzo de la Guerra Fría, la auténtica vencedora de la Segunda Guerra Mundial.