En su famoso mito de la caverna, que Platón dirige a todos los hombres, se presenta a un ser humano cuyo conocimiento de la verdad está nublado por unos sentidos que le ofrecen una información muy limitada de la auténtica configuración de la realidad, o al menos de lo que el filósofo llama el mundo de las ideas. Como los hombres encadenados de Platón, que creen que las sombras de los caminantes que pasean a su espalda están vivas, Jack, que ha nacido en un cruel cautiverio, cree que el universo se acaba en los márgenes del exiguo espacio en el que vive encerrado junto a su madre. Para protegerlo, para darle un sentido a su existencia, ella se lo ha hecho creer así. La única realidad son ellos mismos y su pequeño mundo. La única ventana que poseen para asomarse a lo que sucede fuera es un televisor que emite imágenes con muy mala recepción, lo que facilita la tarea de Brie cuando le explica a su hijo que dichas imágenes representan cosas que no existen. El momento más delicado del cautiverio - que para Brie dura ya una década - llega cuando aparece el secuestrador para mantener relaciones sexuales con ella. Durante las visitas, Jack debe permanecer oculto en el armario, pero el chiquillo no puede evitar hacerse muchas preguntas. ¿Quién es ese ser casi mítico que se materializa desde el exterior, donde se supone que no hay nada? Aunque la vida no es nada fácil para esta familia desdichada, la llama de la esperanza en una próxima liberación se ha mantenido incólume en Brie. Ha llegado la hora de explicar a su hijo cual es su verdadera situación, de hacer volar su imaginación hacia el mundo de las ideas, hacia una realidad tan vasta y compleja que difícilmente puede ser explicada desde la oscuridad de su habitación.
El director Lenny Abrahamson decidió explicar esta historia desde el punto de vista del niño, lo cual es una apuesta clara por remover la sensibilidad del espectador. Jack es a la vez un niño tierno y curioso y un pequeño salvaje que, cuando por fin conoce el mundo verdadero, se siente abrumado y fascinado frente a una realidad que contiene muchos más objetos y personas de los que nunca podría haber imaginado. En esta segunda parte, después de habernos narrado la vida cotidiana en el cautiverio, la película se centra en el difícil proceso de adaptación a la nueva realidad por parte de madre e hijo. Si en la primera mitad, la narrativa adaptada por Abrahamson era magistral, pues nos iba ofreciendo poco a poco la información acerca de la situación de ambos, conforme la mirada del niño iba coincidiendo con la del espectador, cuando por fin escapan, La habitación se transforma en algo más convencional y rutinario, casi en uno de esos filmes rodados para la televisión que se exhiben los domingos a la hora de la siesta. El pulso narrativo se sostiene, puesto que lo contado hasta ese momento ha sido muy impactante y existe interés por conocer el destino de los personajes. Pero resulta un poco decepcionante la forma en la que plantean y resuelven los conflictos, con poca profundidad, como si no se quisiera preocupar en exceso a un espectador que ya ha contemplado demasiada maldad en la primera parte.
Es interesante apuntar que Emma Donoghue, la autora de la novela y del guión de la película se inspiró en un caso real: el de Elizabeth Fritzl, una austriaca que estuvo secuestrada por su padre durante años y alumbró varios hijos durante su cautiverio. Existe un documental acerca de esta sórdida historia: Monster: The Josef Fritzl Story, de David Notman-Watt, en el que un niño de cinco años (la misma edad del protagonista de La habitación) narra su terrible experiencia. Por cierto, lo mejor de la película de Abrahamson, además de su inspirada primera mitad, es la actuación portentosa de Jacob Tremblay, un niño-actor que es capaz de transmitir sin matices el desamparo, la dependencia de su madre y el sentido de la maravilla (matizado con buenas dosis de aprensión) que le produce descubrir que el mundo es un lugar infinitamente más grande y complicado de lo que él había imaginado hasta entonces.