Revista Creaciones
La luz entraba tímidamente a través de los porticones de madera. Me gustaba madrugar los sábados para ponerme en mi rincón preferido de la casa, mi escritorio. Encarado a una ventana tras la cual las vistas no eran más que un patio de luces minúsculo. Allí las vecinas: en bata, con o sin peluca o coronadas por sus rulos; salían a tender la ropa y a explicarse sus miserias. Detrás de esas dos puertas me escondía yo, aprovechando esa luz que entraba para darle al lápiz o al libro de turno. Me apasionaba pasar horas ahí sentada, apartar la cortina que siempre molestaba y dejar pasar esos tímidos rayitos que dibujaban formas y jugaban sobre mi papel. Tal vez por eso desde que me independicé, en todas las casas en que he vivido, nunca he querido cortinas que me taparan lo que vivía ahí afuera. Nunca. Recuerdo que ahí mismo aprendí a observar los cambios que experimentaba la luz con el paso de las horas. Memoricé las diferentes tonalidades dependiendo del momento del día. Descubrí que tenía vida y no solo en su movimiento, sino en su color. Me gustaba la madrugadora, con su ingenuidad soñolienta como la mía. Por eso los sábados no existía la pereza, tras la semana en el colegio, porque quería vivir esa luz y escribir con ella. Me apasionaba la de la hora de la siesta en invierno. Igual que ahora, esa que brilla de forma distinta. Origina reflejos inexistentes el resto del día, comprobadlo. Intentaba apurar al máximo el disfrute de esa iluminación natural. Me resistía valientemente a hacer trabajar la lámpara artificial que creyeron tan buen regalo en mi casa para mi estimado rincón.Cuando me compraron la primera máquina de escribir no tuve dudas del lugar donde emplazarla. De allí, con mi luz y sin cortinas, salieron mis primeros textos, cuentos e incluso algún capitulillo tecleados. Conservado todo ello en casa de mi madre, junto a mi Olivetti verde botella. Decenas de hojas con mis historias tras la ventana. Ya pensaba yo dónde habrían escrito los y las escritoras que para entonces leía. Virgina Woolf había dicho que era necesaria una habitación propia. Yo la tenía, con lo difícil que había sido para todas mis adoradas del siglo XIX. Es más: tenía la mesa, la ventana, las vistas y la mejor luz que existían para leer y escribir, o eso quería creer. Tal vez por esa razón nunca he dejado de hacerlo. Me pregunto hoy en día cómo sería el lugar que Rosa Chacel necesitó para escribir Teresa. Si tendría unos buenos porticones, como los míos, para vivir la luz que tan bonito nos contaba. Me llena de curiosidad imaginar ese cuarto abarrotado de Machado o la pequeña habitación de Lorca en Nueva York, lugares de los que salieron obras tan maravillosas. Me enternece pensar en Marga Gil Roësset, recordar su dietario y pensar si siempre escribiría esa desdicha y ese amor por Juan Ramón en el mismo lugar… Emplazamientos físicos imaginados, como si fueran postales. Mágico sería descubrirlos, investigar y conocer en qué circunstancias físicas uno escribió lo que escribió. Tras la creación del club de lectura lo primero en que pensamos fue en la necesidad de tener nuestro espacio. Un lugar físico en el que encontrar amparo a aquello que leyéramos, a lo que se escribiera o deseara compartir. Era necesario para tener nuestros tesoros ordenados. Cabecitas pensantes dieron rienda suelta a su imaginación y junto a Montse, nuestra artista de la casa, ideamos la que sería nuestra ventana. Mezclamos los libros y la lana con el talento de nuestros lectores y la letra de nuestras historias. Donde pueden acudir los curiosos, los intrépidos escritores, que deseen dejar huella de todo aquello descubierto en las tardes de club. Una vez creado fue cuando recordé el mío. Como ahora tengo, de nuevo, mi escritorio junto a la ventana y allí el grito de mis jóvenes lectores. Cuando paso por ese pasillo sonrío, pienso en mi juventud, en el murmullo de las vecinas al otro lado de mi luz. Me alegro por ellos y me digo que el club ya tiene habitación propia, ya podemos leer y escribir lo que queramos.