Acabo de cumplir 25 años, en las estadísticas ya puedo ser clasificada como mujer adulta y he comenzado a sentir las consecuencias de haber traspasado este punto de no retorno: por un lado he tomado plena conciencia del valor de mi juventud experimentando su pérdida después de girar la cabeza hacia atrás por primera vez en la vida. Por otro, me he vuelto susceptible a todo tipo de expresión artística que reflexione sobre este periodo vital en el que se deja de pensar en lo que vas a hacer para lamentarse por lo que no has hecho. Un hombre que duerme de George Perec se ha convertido en mi libro favorito, en mi iPod no deja de sonar La habitación roja y me enfado frecuentemente porque en las películas que veo solo aparecen niños, adolescentes o jubilados recordando sus periodos de esplendor. Según los actuales dictámenes del cine, parece (excepto contadas ocasiones) como si en la edad adulta hubieran desaparecido las vivencias extraordinarias, o por lo menos con algún tipo de singularidad digna de alguna representación más allá de melodramas de sobremesa o de ejercicios de memoria histórica con vocación de crítica sobre la actualidad.
De este estado de permanente intranquilidad en que se ha convertido mi vida, ha nacido un impulso (¿inconsciente?) que me ha conducido de nuevo hacia Antonioni. El re-visionado casi total de su filmografía me ha dejado un poco más tranquila, seguramente porque mi recién estrenada perspectiva sobre la vida me ha hecho descubrir algunas cosas que anteriormente había pasado por alto. Como esa habitación roja en la que se refugian los adultos de El desierto rojo (1964). Ahora entiendo que justo en el límite entre la tierra y el mar, en el fondo de una pequeña cabaña de guardacostas, en esa habitación pintada de rojo se guardan todos los miedos que ahora comienzo a entrever. No solo a la muerte de los sentimientos y los deseos, sino a su escisión del cuerpo y su síntesis en una imagen de si mismos. Como ese color rojo pintado sobre las paredes de una habitación que acabaría por ser destruida para alimentar una estufa ante la imposibilidad de rencuentro con lo perdido. No exento de dolor, por lo insoportable que resulta tener ante los ojos, como si de un monumento se tratara, aquello que pasa para no volver a pasar.
¿Qué fue del cine de alemán? La pregunta que podría extenderse a unos cuantos países europeos que tiempo atrás gozaron de mejor gloria, encuentra su respuesta en lo que se viene denominado “Escuela de Berlín”. Christian Petzold, Valeska Grisebach o Angela Schanelec son algunos de los autores más interesantes de una etiqueta con valor al alza. Aunque sus trabajos son más que notables, verles en conjunto deja una sensación un tanto incomoda de deja-vu. Cada película de la nueva factoría utiliza una especie de plantilla predefinida, donde una narración circular con interrogante moral final, se economiza de manera ejemplar mediante el cuidado uso de las elipsis. Además de presentar una factura técnica impecable de la que llama la atención el exquisito gusto por la fotografía. Todos ellos rasgos de autor fácilmente reconocibles en trabajos como Gespenster (2005), Sehnsucht (2005) o Marseille (2004). Pero asimismo, en la primera de ellas nos encontramos curiosamente con:
Una habitación roja de diseño y musicalizada donde el color rojo aparece diluido en la propia imagen en consonancia a la época líquida (según Bauman) en que vivimos. Imagen reconstituida en materia que integra en un mismo plano tanto las figuras como lo tiempo atrás quedó como un fondo pop. Y es justo aquí donde el color rojo se erige como metáfora y la utilización de esa habitación como un marcador de calidad a sumar a la lista de lo que se espera ver en una película de autor. Es decir, como puro valor añadido (y por lo tanto superfluo) a las imágenes.
Si un rasgo define infancia y adolescencia es la falta de un punto de vista sobre el que organizar la vida y tener conciencia de lo que se está viviendo. Las dos adolescentes que bailan en la habitación son Toni y Nina (la que se queda sola), una especie de Yuki y Nina (Nobuhiro Suwa, 2009) en versión marginal. Para respetar a los que acudan a la película en breve no desvelaré como han llegado allí. Únicamente que a Nina la busca una mujer que cree ver en ella una hija que perdió hace años en un supermercado para exorcizar los fantasmas (Gespenster) de su pasado.
A pesar de su condición liberadora de los cuerpos y de lo simbólico del color rojo que lo envuelve, el baile nos deja entrever una relación frustrada y un deseo que no podrá ser satisfecho. Pero en este contexto debe ser así, ya que lo que se está poniendo en juego es una forma de redención del pasado al integrar dos tiempos antagónicos. Por un lado tenemos a dos adolescentes que perciben su relación de forma plena, sintiendo como adultos a través de unos atributos que no corresponden a su edad. Por otro tenemos la habitación como lugar donde quedaron una ingente cantidad de sentimientos petrificados. Colocadas las dos chicas en ese espacio, se logra una confrontación directa entre un presente vivo y un futuro que permanece enquistado por su pasado. De este modo el color rojo se diluye hasta devolver al presente los atributos sustraídos en un pasado (cinematográfico) como forma de redención de los fantasmas de la edad adulta.
La lógica de la estadística dice que la edad media de un espectador de cine a.k.a de autor ronda los cuarenta años. Una posición bastante acomodada en la vida le permite acudir regularmente al cine y comprar tanto los packs que va lanzando Intermedio, como los libros reseñados en Cahiers du cinema. Entonces, ¿que redimir? La metáfora que subyace de esta película nos da la solución de como saldar dos deudas pendientes con dos épocas vitales correlativas en el tiempo, a través de un único ejercicio de unión de aquellos símbolos (o lo que queda de ellos) fácilmente reconocibles y desperdigados por unas imágenes que nunca resultan extrañas (como si de un juego de unir puntos se tratara), hasta conseguir formar la imagen que queremos ver. La imagen que en un momento determinado de la vida ya siempre esperamos ver. ¿Podré escapar de esta trampa en mi recién estrenada madurez?
Magdalena Kubisova.