Revista Cultura y Ocio

LA HAMBURGUESA FÓSIL Y LA COMIDA INDUSTRIAL El asunto de la comida es de lo más peliagudo, pues comer es un acto de máxima intimidad. Quienes tengan ciertas edades recordarán tiempos mejores y pitanza no tan maquillada, modificada, manufacturada

Publicado el 18 febrero 2015 por Carlosdelriego

LA HAMBURGUESA FÓSIL Y LA COMIDA INDUSTRIAL El asunto de la comida es de lo más peliagudo, pues comer es un acto de máxima intimidad. Quienes tengan ciertas edades recordarán tiempos mejores y pitanza no tan maquillada, modificada, manufacturada.

Aspecto del producto a comienzos de 2013, mil días después
de salir de la cadena de montaje

Una fotógrafa de Nueva York lleva años sacando fotos de una hamburguesa de una marca multinacional, de la misma hamburguesa, la cual no modifica su aspecto ni muestra moho o indicios de putrefacción; de hecho, la cara del supuesto alimento no ha variado prácticamente nada seis u ocho años después de que saliera de la ‘cadena de montaje’; la presunta carne, las patatas, el panecillo…, se han vuelto duros como piedras, pero su apariencia permanece invariable; asegura la neoyorkina que su perro se interesó por el comistrajo un par de días, pasados los cuales el objeto dejó de oler a algo, de modo que el chucho perdió todo interés. Indagando por la red se descubre que no es caso único, que no son pocos los que han llevado a cabo un experimento similar; así, existe un vídeo creado por un buen señor que preservó un ejemplar del producto estrella de la famosa cadena ‘alimentaria’ durante nada menos que ¡19 años!, con idénticos resultados: el mondongo parece recién salido de fábrica. Otro guardó ese mismo producto durante un tiempo, lo olvidó durante años, más tarde lo encontró y, ¡milagro!, tenía la misma e invariable pinta que cuando lo archivó. Existen, en fin, otros testimonios y documentales con similar argumento y todos con el mismo resultado: fosilización de la pieza. Aseguran los expertos que tal prodigio se debe a la presencia de compuestos químicos como clorotolueno, cloroformo, xileno, estireno…, incluso insecticidas y pesticidas, transgénicos claro. En fin, que se usan químicos con los que se conservan los cadáveres en las facultades de Medicina.   
El caso es que, a veces, se dejan las sobras del cocido en el frigo y quedan escondidas detrás de las cervezas; días después son redescubiertas y, al ir a inspeccionar el hallazgo, se siente un golpe hediondo en las napias a la vez que el explorador contempla un espectáculo de fibras lanzadas desde la otrora comida hacia las paredes del envase…, todo envuelto en una nube con colores diversos…; cosa parecida ocurre con el filete ruso (equivalente hispano a la tal de Hamburgo).
Sí, parece evidente que la calidad de los comestibles ha bajado en relación directa a la industrialización del sector; cierto que (al menos en teoría) todo está muy controlado, revisado, homologado, pero esta ‘seguridad’ exige la incorporación de un sinfín de aditivos, elementos añadidos, cuerpos extraños que potencien artificialmente el sabor y logren que se conserve el buen aspecto, compuestos que proporcionen durabilidad a lo que en teoría es perecedero, técnicas dudosas... Y aunque aún no se haya demostrado que todos esos compuestos y manipulaciones repercuten en la salud, seguro que beneficiosos no son, y de algún u otro modo terminarán por causar su efecto.
La lista de experiencias que todo el que de vez en cuando hace algo en la cocina podría ser infinita. Por ejemplo, ¿cuánto hace que no se echa un filete a la sartén sin que se produzcan las vibrantes y engorrosas burbujas?; esto demuestra que la res estaba engordada artificialmente. En este sentido hay que recordar aquel análisis que se hizo al ciclista Alberto Contador, el cual desveló que el campeón tenía en su sangre 0,00000000005 gramos de anabolizante…; el caso es que si tal test se hace a cualquiera que haya consumido recientemente vacuno, porcino o aviar, el resultado seguro sería descalificante y sancionable en el ámbito deportivo.
Pero no sólo los productos cárnicos están afectados por la industrialización, la cual consigue abaratar precios a cambio de rebajar también la calidad, e incluso la salubridad. Unos ejemplos. Cuando hace cuatro o cinco décadas el ama de casa compraba un kilo de fresas, el aroma invadía toda la casa, haciendo imposible sorprender con el postre; hoy se puede pasar al lado de una montaña de fresas sin que el mínimo olor llegue a las fosas nasales, y además, al cortarlas suenan como si fueran manzanas. Si se compra en el súper un kilo de cacahuetes, a la hora de cascar y comer sólo se encontrarán piezas con uno o dos frutos, nada más; sin embargo, hace unos cuantos años un chaval se hacía con un cucurucho de maní (alguno decía ‘cacagüeses’) y se topaba con piezas de uno, dos, tres, cuatro y, alguna vez, hasta cinco frutos…; por alguna razón, la industrial encuentra más rentable producir exclusivamente sólo los de uno o dos. Hubo un tiempo en que al anunciar los plátanos de Canarias se explicaba, entre otras ventajas, que esta fruta no exigía el uso de cuchillo para separar la piel; despellejar hoy a mano una de estas amarillas piezas es prácticamente imposible sin aplastarla. ¿Alguien ha comido últimamente tomates con sabor a tomate?; seguro que los hay, pero no en fruterías tradicionales, mercados o autoservicios. Raro será, en resumen, el ciudadano que no tenga sus propias experiencias al respecto.    
Parece ejercicio de nostalgia, batallitas del abuelo Cebolleta, pero pocas cosas hay tan evidentes como la caída de la calidad de los alimentos desde que se ha impuesto la industrialización: de ellos han huido el sabor, el olor, la textura, la calidad…, por muy buena facha que presenten.   

CARLOS DEL RIEGO


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