Revista Cultura y Ocio

La Hermana Gertrudis

Publicado el 23 abril 2013 por Dolega @blogdedolega

Dedicado a mi amigo Miguel del blog Entre el Olvido y la memoria,  por el premio,  por ser el día del libro y porque le debía la anécdota.

 

Se bajó de la silla de un salto y empezó a correr hacia la playa. Siempre lo hacía de la misma manera, iba jugando rayuela. Sus pies descalzos poseían el ritmo necesario para convertir las baldosas del jardín en improvisados elementos de juego.

Una ráfaga de brisa caribeña hizo un remolino alrededor de la enorme adelfa rosa y el aroma se apoderó de todo por un instante. Ella siguió camino de la playa seguida de Sandra, que no veía con buenos ojos tener que ceder tiempo al descanso para  ir al mar.

Era la mejor hora para buscar sus caracolas favoritas, así que empezó su particular caminata con los pies metidos en el agua y la vista fija en las conchas que iban apareciendo y desapareciendo por entre la arena.

Como estaba en tierra, Sandra no opondría resistencia a caminar lo que hiciera falta.

Al cabo de un rato, pasaban frente a la casa residencia de la congregación de monjas que regentaban su colegio. A lo lejos las vio sentadas con sus hábitos, sus velos negros y sus enormes baberos blancos en sillas de madera. Mientras, ella paseaba con su eterno bañador de flores que más parecía una segunda piel que una prenda textil.

La brisa le traía sonidos agudos y risitas entrecortadas de las conversaciones monjiles, mezcladas con el quedo rumor de las olas muriendo en la orilla.

De repente, alzó su vista y a lo lejos logró distinguir a la Hermana Gertrudis, una monja bastante amable que se encontraba por los pasillos del colegio y que según decían, le daba clase a las mayores.

Los zapatos negros de cordones y las medias blancas muy tupidas de la Hermana Gertrudis allí a la orilla del mar, le hicieron entender porqué siempre que se la encontraba en los recreos, la monja la obligaba a ponerse los zapatos; esos utensilios que ella odiaba con todas sus fuerzas y que solo llevaba puestos en los momentos en que no quedaba más remedio.

La hermana Gertrudis había nacido con zapatos y medias y claro, no podía entender que nadie fuera descalzo y mucho menos que le gustara hacerlo.

Sintió lástima de  ella, toda su vida con los pies apretados en esos zapatos y con esas medias que debían picar un montón.

Y en esos pensamientos estaba, cuando una fuerte ráfaga de brisa marina penetró en la tierra, rodeó a la hermana Gertrudis de adelante para atrás y sin ningún decoro, se metió bajo sus hábitos.

Al instante los ropajes de la monja se convirtieron en una suerte de campana de tela y la desconcertada mujer empezó a dar pasitos cortos sobre sí misma, emulando a las muñecas de las cajas de música, mientras decidía si sujetarse el velo ó expulsar de su interior el aire que luchaba por elevarla.

Sandra empezó a mirar fascinada el espectáculo y su cabeza se movía de un lado a otro intentando entender la naturaleza del fenómeno.

Debido a la forma de los hábitos, el aire se fue metiendo por todos y cada uno de los entresijos de la ropa hasta que la Hermana Gertrudis se convirtió en un globo negro y blanco que empezó a perder el equilibrio y a elevarse del suelo entre risas nerviosas y gritos agudos.

Sandra y ella miraban absolutamente arrobadas la ascensión a los cielos de la Hermana Gertrudis.

Se la imaginaba llegando al cielo y pidiéndole permiso a Dios para quitarse los zapatos y las medias, pero el hechizo se rompió cuando cuatro monjas que corrían al auxilio de su compañera, la sujetaron al suelo como si fueran los sacos de tierra que mantienen en su sitio a los enormes globos de helio.

Ahora todas lanzaban grititos agudos y discretas carcajadas, mientras la Hermana Gertrudis recomponía su vestimenta y volvía a la seguridad de la residencia.

La vio alejarse hacia la casa rodeada de sus compañeras y volvió a sentir lástima de ella. No podría quitarse los zapatos y las medias todavía. Ella aprovechó para guardar en el escote de su bañador una caracola negra mientras sentía en su cara la brisa eterna del Caribe.

Años más tarde, leyendo la ascensión de Remedios la bella, me acordé de aquel día cuando tenía seis años en una playa de Puerto Colombia (Barranquilla- Colombia).

Más adelante, cuando leí éste, que les recomiendo y del que les dejo un extracto, lo entendí todo.

 

 http://www.poemas-del-alma.com/blog/wp-content/uploads/2009/11/el-olor-de-la-guayaba.jpg

-El tratamiento de la realidad en tus libros, especialmente en Cien años de soledad y en El otoño del patriarca, ha recibido un nombre, el de realismo mágico. Tengo la impresión de que tus lectores europeos suelen advertir la magia de las cosas que tú cuentas, pero no ven la realidad que las inspira…

-Seguramente porque su racionalismo les impide ver que la realidad no termina en el precio de los tomates o de los huevos. La vida cotidiana en América Latina nos demuestra que la realidad está llena de cosas extraordinarias. A este respecto suelo siempre citar al explorador norteamericano F. W. Up de Graff, que a fines del siglo pasado hizo un viaje increíble por el mundo amazónico en el que vio, entre otras cosas, un arroyo de agua hirviendo y un lugar donde la voz humana provocaba aguaceros torrenciales. En Comodoro Rivadavia, en el extremo sur de Argentina, vientos del polo se llevaron por los aires un circo entero. Al día siguiente, los pescadores sacaron en sus redes cadáveres de leones y jirafas. En Los funerales de la Mamá Grande cuento un inimaginable, imposible viaje del Papa a una aldea colombiana. Recuerdo haber descrito al presidente que lo recibía como calvo y rechoncho, a fin de que no se pareciera al que entonces gobernaba al país, que era alto y óseo. Once años después de escrito ese cuento, el Papa fue a Colombia y el presidente que lo recibió era, como en el cuento, calvo y rechoncho. Después de escrito Cien años de soledad, apareció en Barranquilla un muchacho confesando que tiene una cola de cerdo. Basta abrir los periódicos para saber que entre nosotros cosas extraordinarias ocurren todos los días. Conozco gente del pueblo raso que ha leído Cien años de soledad con mucho gusto y con mucho cuidado, pero sin sorpresa alguna, pues al fin y al cabo no les cuento nada que no se parezca a la vida que ellos viven.

 

-Entonces, ¿todo lo que pones en tus libros tiene una base real?

-No hay en mis novelas una línea que no esté basada en la realidad.

 

-¿Estás seguro? En Cien años de soledad ocurren cosas bastante extraordinarias. Remedios la Bella sube al cielo. Mariposas, amarillas revolotean en torno a Mauricio Babilonia…

-Todo ello tiene una base real.

 

-Por ejemplo…

-Por ejemplo, Mauricio Babilonia. A mi casa de Aracataca, cuando yo tenía unos cinco años de edad, vino un día un electricista para cambiar el contador. Lo recuerdo como si fuera ayer porque me fascinó la correa con que se amarraba a los postes para no caerse. Volvió varias veces. Una de ellas, encontré a mi abuela tratando de espantar una mariposa con un trapo y diciendo: «Siempre que este hombre viene a casa se mete esa mariposa amarilla.» Ese fue el embrión de Mauricio Babilonia.

 

-¿Y Remedios la Bella? ¿Cómo se te ocurrió enviarla al cielo?

-Inicialmente había previsto que desapareciera cuando estaba bordando en el corredor de la casa con Rebeca y Amaranta. Pero este recurso, casi cinematográfico, no me parecía aceptable. Remedios se me iba a quedar de todas maneras por allí. Entonces se me ocurrió hacerla subir al cielo en cuerpo y alma. ¿El hecho real? Una señora cuya nieta se había fugado en la madrugada y que para ocultar esta fuga decidió correr la voz de que su nieta se había ido al cielo.

 

-Has contado en alguna parte que no fue fácil hacerla volar.

-No, no subía. Yo estaba desesperado porque no había manera de hacerla subir. Un día, pensando en este problema, salí al patio de mi casa. Había mucho viento. Una negra muy grande y muy bella que venía a lavar la ropa estaba tratando de tender sábanas en una cuerda. No podía, el viento se las llevaba. Entonces tuve una iluminación. «Ya. está», pensé. Remedios la Bella necesitaba sábanas para subir al cielo. En este caso, las sábanas eran el elemen¬to aportado por la realidad. Cuando volví a la máquina de escribir, Remedios la Bella subió, subió y subió sin dificultad. Y no hubo Dios que la parara.


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