Editorial Alba. 405 páginas. 1ª edición de 1880.
Traducción de Catalina Martínez Muñoz
De Wilkie Collins (Londres,
1824 – 1889) había leído hasta ahora dos novelas: La dama de blanco (1860)
y La
piedra lunar (1868). El primero es un libro entretenidísimo, una novela
de misterio de la que es difícil dejar de pasar páginas. Con la segunda pasa
algo similar, pero con el aliciente añadido de que sentó las bases de lo que
iba a ser el moderno género de detectives. De hecho, Arthur Conan Doyle fusiló gran parte de las características de dos
de los personajes de La piedra lunar
para alumbrar a sus conocidas creaciones Sherlock
Holmes y John Watson.
Cuando en la editorial Alba
anunciaron que sacaban una nueva novela de Wilkie Collins me apeteció leerla.
Se la solicité y ellos, muy amablemente, me la enviaron a casa.
Durante las primeras semanas de junio, aprovechando las vacaciones de
profesor, me puse con lecturas que tenía atrasadas y que suponían para mí un
compromiso, porque eran libros que me habían enviado las editoriales o los
autores. Después de estar más de una semana leyendo casi un libro al día y
escribiendo, también, una reseña al día, necesitaba un descanso y fue entonces
cuando tomé de los altillos de mis estanterías La hija de Jezabel, que con sus 405 páginas no iba a poderla leer
en un día.
El narrador de la primera parte de la novela es David Glenney, quien
se sienta a escribir en 1878, siendo ya un anciano, para recordar unos
acontecimientos («el caso de la hija de Jezabel», lo llama) que tuvieron lugar
exactamente cincuenta años antes, en 1828, cuando era un joven que estaba
comenzando a trabajar en la empresa de su tío político. Ya desde la primera
página, David le informa al lector de que en su historia va a hablarle de dos
viudas: la señora Wagner, tía carnal de David, y viuda del comerciante Ephraim
Wagner; y de la señora Fontaine, viuda del doctor Fontaine, un investigador químico
de venenos y antídotos.
«Lo que dispongo a relatar, lo vi con mis propios ojos y oí con mis
propios oídos.», nos dice David en la primera página. La señora Wagner quiere
dar continuidad a las ideas de su difunto marido: le apetece que entren a
trabajar más mujeres en la empresa en puestos de responsabilidad y quiere llevar
a cabo sus ideas sobre cómo tratar a los locos, consistentes en acercarse a
ellos de forma más humana que como se hacía hasta entonces. David señala que
estás ideas, aceptadas en 1878, eran muy novedosas en 1828. Para llevar a cabo sus
propósitos, la señora Wagner contacta con los conservadores socios de su
marido, unos alemanes de Fráncfort, a los que tiene que informar sobre la
contratación de un número mayor de mujeres en la empresa; y también visita el
manicomio de Bedlam, allí conocerá al interno Jack Straw, al que liberará de su
encierro y llevará a su casa para convertirse en su tutora.
La novela se desarrolla entre Londres y Fráncfort. A Londres llegará
el joven alemán Fritz, hijo del señor Keller (uno de los socios de la señora
Wagner), que se hará de forma inmediata amigo de David (que sabe hablar
perfectamente alemán). Fritz sufre de mal de amores: su padre no le deja
casarse con Minna, la hija de la señora Fontaine, que no es otra que la
«Jezabel» del título. En la página 35 la traductora Catalina Martínez Muñoz deja una oportuna nota: «Jezabel, mujer del
rey Ahab de Israel, indujo a su marido a abandonar el culto a Yahvé por la
adoración de deidades paganas como Baal. La tradición bíblica la asocia con los
falsos profetas y las prostitutas.»
Jezabel es el sobrenombre con el que conocen a la señora Fontaine (de
origen francés y noble) en la ciudad de Wurzburgo, donde se rumorea que ha
precipitado la muerte de su marido al dejarle en la ruina. También los rumores
apuntan hacia el hecho de que cuando murió el doctor desapareció su botiquín,
repleto de venenos y antídotos. Se sospecha que la señora Fontaine es la
responsable.
El señor Keller se opone a la boda de su hijo Fritz con Minna, «la
hija de Jezabel», por la mala reputación de su madre. Al señor Keller le
repugnan aquellos que no pagan sus deudas.
David tendrá que dejar al afligido Fritz en Londres porque su tía le
envía a Alemania para que medie por ella con los socios de Fráncfort. Aquí
ocurre algo que me hizo sonreír: Fritz ha recibido la noticia de que Minna y su
madre han dejado la ciudad de Wurzburgo por sentirse allí acosadas y no sabe
dónde están. Lo primero que le ocurrirá a David al llegar a Fráncfort es que se
va a encontrar con Minna por la calle. Es aquí cuando el lector tiene que
asumir que lo que está leyendo es un folletín sobre bodas complicadas,
casualidades imposibles, malas malísimas, venenos mortales y detalles góticos…
El folletín fue, durante mucho tiempo, todo un género literario, y las «casualidades
imposibles» (algo con lo que luego se han divertido mucho escritores
posmodernos como César Aira)
formaban parte de sus convencionalismos. No es ésta la única «casualidad
imposible» con la que nos vamos a encontrar: John Straw, el loco al que la
señora Wagner ha sacado del manicomio en Londres (Gran Bretaña), averiguaremos
que en realidad trabajó como ayudante del doctor Fontaine en Wurzburgo
(Alemania) y su traslado a Fráncfort, junto con la señora Wagner, va a tener
una importancia fundamental en la trama.
Como buen folletín que, antes de ser libro, apareció por entregas en
varios periódicos del Reino Unido, en La
hija de Jezabel Collins maneja con soltura la técnica del «cliffhanger» (no
sé si existe un término equivalente en español); es decir, el cierre de cada capítulo
siempre contiene alguna pequeña intriga que hace que el lector quiera seguir
leyendo.
En la segunda parte, David se ha tenido que trasladar a Londres y así
comienza ahora la narración: «En la parte previa de esta narración he hablado
como testigo presencial. En esta segunda parte, mi ausencia de Fráncfort me
obliga a depender de las pruebas documentales aportadas por otras personas.
Estas pruebas consisten (primero) en cartas dirigidas a mí; (segundo)
declaraciones que se me hicieron personalmente; (tercero) fragmentos de un
diario descubierto tras la muerte de su autor. En todos los casos, los
materiales puestos a mi disposición dan prueba de la veracidad de los hechos.»
(pág. 229)
Así, esta segunda parte está escrita en tercera persona. Durante algún
tiempo tuve la impresión de que Collins estaba cometiendo un error: en algunos
momentos parece que puede leer la mente de al menos uno de sus personajes. Al
acabar el libro, vi que este detalle estaba justificado porque precisamente de
este personaje era del que existía un diario al que David puede tener acceso.
Durante la lectura, notaba como Collins, mediante sus descripciones,
me predisponía para que me pusiera en contra de algún personaje (no quiero
contar de cuál para no desvelar demasiado las costuras de la trama). Al
principio pensé que sería un truco, que habría una vuelta de tuerca: Collins
quiere predisponerme en contra de este personaje, pero al final, aunque parezca
que es negativo, va a ser alguien injustamente juzgado. Lo curioso es que la
vuelta de tuerca funcionó para mí en un sentido inesperado: creía que había
truco y, bueno, resulta que no lo había, que quien es mostrado como personaje
negativo (tachan, tachan…) es, en realidad, un
personaje negativo.
Como he comentado antes, si alguien se acerca a La hija de Jezabel debe saber que va a leer un folletín «sobre
bodas complicadas, casualidades imposibles, malas malísimas, venenos mortales y
detalles góticos…», que funciona con la técnica del «cliffhanger» y debe saber
también que va a leer un libro muy divertido. Porque Wilkie Collins no era sólo
alguien que escribía folletines para periódicos, sino que era todo un
profesional del folletín y La hija de
Jezabel es un perfecto pasapáginas, en el que los personajes están siempre
bien perfilados y donde el narrador (David) se hace muy agradable. Si alguien
no ha leído nada de Wilkie Collins le recomiendo que empiece con La dama de blanco y La piedra lunar (una novela muy admirada por Borges) y si alguien ha leído estos libros y le han gustado,
imagino que con La hija de Jezabel se
lo va a volver a pasar muy bien.