En las últimas semanas, dentro del Partido Republicano, y de acuerdo a voces tan autorizadas como la del posible líder de la oposición al Partido Demócrata en el Senado, Rand Paul, se ha venido afirmando el apoyo, cuando menos novedoso, a la reforma migratoria de la Administración Obama, que tiene como propósito normalizar la situación de irregular de los millones de migrantes, especialmente latinos, del país. Una posición, aparte de novedosa, que contrasta frontalmente, aunque no sin resquicios, con la postura de la sección ultraconservadora de Tea Party, que mantiene su discurso marcadamente anti-inmigrante.
Sorprende que el Partido Republicano se refiera a la necesidad de “sacar de las sombras” a los millones de inmigrantes irregulares, del mismo modo que sorprendía cuando en campaña, el reelegido presidente Barack Obama hacía continuos guiños al electorado latino siendo el presidente más duro con los migrantes indocumentados. Tanto es así, que las sanciones por situación irregular pasaron de un millón de dólares en 2007 a trece millones en 2012 y, por ejemplo, con su gobierno se produjeron más deportaciones que con su predecesor republicano de George W. Bush, hasta tal punto que sólo en 2012 se llevaron a cabo más de 400.000.
Dadas estas circunstancias, cabría pensar en que la reforma migratoria estadounidense responde, más bien, a una cuestión de oportunismo político y económico más que a un acto de filantropía.
Asumiendo las tarifas actuales del USCIS Inmigration Service, los costes que se derivarían de un proceso burocrático de regulación migratoria de acuerdo a las tarifas de multa para iniciar el proceso, solicitar residencia y cumplimentar los formularios de ajuste y permiso de trabajo – formularios I-485 e I-765 respectivamente- superarían los 3.400 dólares, y a los que habría que añadir los más de 600 dólares que costaría la expedición de la Green Card, a cada migrante regularizado, una vez transcurrido el plazo que la reforma estime oportuno – se baraja entre 8 años y 20 años- y que confiere la residencia permanente en el país.
En definitiva, y aceptando que la gran mayoría de los once millones de inmigrantes “sin papeles” que hay en el país podrían acogerse a una reforma migratoria notablemente flexible, las arcas estadounidenses podrían estar ingresando en el corto plazo cerca de 40.000 millones de dólares, a los que habría que sumar los cambios tarifarios, gastos de representación, y otros derivados que no harían sino engrosar el montante final.
Un montante final de un rédito económico inconmensurable y que se servirá de una narrativa de civismo y solidaridad como la que ha acompañado a la abolición de la esclavitud en tiempos del presidente Lincoln, a la reforma migratoria de España, que sirvió para atraer a cuatro millones de migrantes a base de precarizar sus derechos sociales y contribuir a la pauperización del mercado laboral, o a las políticas prohibicionistas del tabaco, llevadas a cabo en multitud de países que, en su mayoría, sólo han surgido cuando a la calculadora del Estado le comenzó a salir más caro el tratamiento del cáncer de pulmón que los ingresos que le suponía la industria tabacalera.
En definitiva, nada, y en política mucho menos, es lo que parece.