Revista Opinión
Ahora, cuando ya todo está perdido, cuando el daño es tal vez irreparable, el gran cobarde sale y dice: Que en esta Liga han pasado muchas cosas que hemos silenciado y termina felicitando al Real Madrid.
Hasta en este supremo momento de proclamar la verdad y denunciar la irreparable injusticia este tipejo se comporta como lo que es: un insuperable cobarde.
He dicho muchas veces, sin temor a repetirme, que éste es un país absolutamente podrido en el que sólo hay ya gente irremediablemente podrida.
Si tú a cualquiera, desde niño, lo acostumbras a los palos, lo más probable es que acabe porque el miedo le penetre hasta el fondo de su corazón y se convierta para siempre en un perfecto cobarde.
Este país ha vivido siempre oprimido por las más feroces de las represiones, continuas invasiones de pueblos extraños que entraban a sangre y fuego por todos lados, y, luego, instituciones sangrientas que no se detenían ante nada en su camino hacia la represión total, como aquella famosa Inquisición, de tal modo que el miedo, un miedo, si quieren, absolutamente irracional porque cada situación nueva, es susceptible de nuevos enfoques, se ha adueñado para siempre de nuestros corazones de tal modo que el temor, un temor inconcreto pero muy efectivo ha concluido por apoderarse de todos nosotros. Todos los que habitamos esta maldita piel de toro hemos acabado atenazados por el miedo desde el animalizado Azarías de Los santos inocentes delibianos hasta el más genial de nuestros pensadores, porque se nos ha forjado la consciencia vital a base de los peores palos, de las más ignominiosas agresiones, de tal modo que hemos acabado siendo casi todos cobardes por naturaleza.
Y en nuestra sangre y en nuestra carne, como en la de todo ser humano, anida el ansia irreprimible de vivir bien, de ser jodidamente feliz, a costa de lo que sea, incluso de la propia indignidad.
Eso es lo que nos está ocurriendo como pueblo, como nación, como sujeto históricopolítico, pero también a cada uno de nosotros, como simples individuos.
De modo que tal vez sea insoportablemente injusto exigirle a esos pequeños individuos, que viven en medio de un pueblo así, que se esfuercen por parecer siquiera hombres, porque no lo son, la mitad de la profecía de Marx se ha cumplido y los explotadores han culminado su perfección de modo que ya son capaces de cometer las mayores canalladas sin que les tiemble un sólo músculo.
La otra mitad, no, la otra mitad, la de los perdedores, la de los oprimidos, la de los explotados, no sólo no se ha rebelado sino que ha aceptado pacíficamente su situación de absoluta sumisión de tal manera que admite como natural y obligado que los de arriba o los del centro que, en realidad, son los mismos, le pisen el cuello.
Estoy tratando de escribir que así como todos nosotros, en lo político, aceptamos ya mansamente todo lo que nos echen encima, del mismo modo aceptamos como natural que socialmente los mismos canallas de siempre no sólo nos opriman sino que nos obliguen a defender como dogmas inatacables sus inmundas consignas: los poderosos lo son porque son también los más listos, los más preparados y los más trabajadores de modo que es la mayor de las justicias que estén en todo por encima de nosotros; y esto sucede así y debe de suceder así en todos los órdenes de la vida, en el deportivo, por lo tanto, también.
Es por eso que ese cobarde supremo al que llaman “el Pep”, ha permanecido callado como un ratón toda la Liga permitiendo pacíficamente que a su equipo, ese equipo al que dice amar por encima de todas las cosas, una jauría de perros rabiosos le mordiese en el alma hasta reducirlo a él también a la condición de ratón, ¿por qué lo ha hecho? Porque tenía miedo a que lo tacharan de poco deportivo, de mal perdedor, o seguramente se trataba de eso que se ha dado en llamar miedo al miedo, el caso es que se ha dejado perseguir e insultar por ese perfecto canalla que es tal Mou hasta más allá de cualquier límite y eso sólo lo puede hacer un perfecto cobarde, alguien que no tiene ya, porque se lo extirparon, ni el más mínimo recuerdo del valor en sus venas. Si realmente le hubiera quedado algo de éste en su cuerpo hubiera hecho lo que él mismo hizo cuando debía de haber jugado una final de Copa contra el Atlético de Madrid, presentarse, saltar al campo, pero negarse a jugar, poner, como se dice, los cojones sobre la mesa, pero no se ha atrevido, ¿por qué?
Porque ello hubiera supuesto que el sistema hubiera pasado por encima de su equipo y la Liga hubiera continuado sin ellos y el Barça, la institución, la empresa, hubiera sufrido pérdidas incalculables que incluso le pudieran haber llevado a la ruina, aquí aparece otra vez ese jodido canalla de Marx, pero yo soy un ferviente admirador de aquel tipo que dijo que prefería honra sin barcos que barcos sin honra.
De modo que por el tal Pep y por esa jodida, asquerosa y repugnante prensa catalana que no se ha atrevido tampoco a echar un órdago y negarse incluso a salir a los kioskos ante tanta injusticia, el negocio es el negocio, el euro es el euro, la pela es la pela, y todos ellos a lo máxime que se atreven ahora es a insinuar que ha habido cosas extrañas en este Liga que está acabando. Joder, qué tropa.
Si Vázquez Montalbán viviera le escupiría a este Barça, como él, por desgracia, ya no está, tengo que hacerlo yo.
El Barça para V. Montalbán era el ejército pacífico de Cataluña, que es casi lo mismo que decir de España, porque a Cataluña, para ser España rebelde y oprimida, le falta sólo Euskadi y Galicia.
Yo no soy catalán, ni gallego ni vasco, sólo soy murciano, pero soy comunista de tan marxista.
Un marxista es un tipo que sabe que todo no es sino puñetera economía. Y, por eso, todo el mundo debería ser marxista, porque está constreñido, marcado, limitado, si es de los perdedores, por la jodida economía. Los ganadores son los mayores marxistas del mundo, pero no lo reconocen, se limitan a aprovecharlo hasta el límite.
Y un comunista es un marxista que abandona el terreno de la abstracción, no sé si llamarlo metafísica, y se entrega de lleno a lo políticamente práctico.
Un comunista es la culminación de la política de la mejor izquierda porque no se limita a pedir el imperio del Estado del bienestar sino a exigir con toda la contundencia del mundo que se establezca de una puñetera vez la auténtica igualdad que no es sino el imperio inexorable de la justicia.
Y todo esto no es sino la verdad. Joder, la verdad, casi nada. Ya sé que no se puede pretender filosóficamente hallarse en posesión de la verdad, pero ésta existe, y está ahí, la muy jodida, riéndose de todos nosotros
De modo que, si se falta a estas decisivas normas, se cometen dos imperdonables delitos, el del miedo más cobarde y el de la más repugnante de las hipocresías porque se está cediendo a la injusticia para ganar dinero.