Y no lo es tanto por la innovadora técnica de diálogos superpuestos (como la que pusieron en práctica Howard Hawks, Wellman y compañía, pero sin comedia de por medio) sino por no hacer una sola concesión al proceso de adaptación (sobre todo el de los espectadores) del mudo al sonoro a nivel temático y estilístico. Parece como si Maurice Pialat hubiese viajado en el tiempo hasta 1931 para mostrar esta historia de alcoholismo sin la menor conexión teatral (parece mentira que todavía alguno crea que es el grosor de la pared del decorado y si se mueve al cerrar una puerta lo que determina este hecho) y sin moralina final, un espejo desolador que devuelve una imagen (y sin subirla de clase social a un cómodo escalón, problemas de ricos, ni bajarla a los más sórdidos ambientes, como algunos Pabst) en la que no se querían reconocer muchos americanos inmersos en los años más duros de la Gran Depresión. Es incómodo ver reflejado en la pantalla el drama de gente tal vez cercana (o de uno mismo) sin obtener consuelo ni sentirte a salvo de su alcance, identificado, señalado, aludido. No ha sido uno de los propósitos más rentables del cine pero sí una de sus más apasionantes empresas, quizá la definitiva cumbre y ademas doble, del realismo y de la ficción.
La película, sin embargo, apenas tiene momentos tensos, salvo al final, ni es especialmente melodramática.El desconocido Hal Skelly, un wanderer que bien pudo haber salido de un film de Tod Browning y que apenas debutaba (murió tres años después en un accidente de coche, arrollado por un tren) soporta el peso del film admirablemente y pasa de borrachín alegre a marido responsable para caer por diversas circunstancias y sin coartadas ni dramas en el infierno de la bebida: una pura tragedia temporal como las de Ozu.Jimmie bebe para celebrar algo, porque todos los días son iguales, por nervios, porque es divertido.
Ahh... Gail Russell, que estás en los cielos...
Su mujer intenta ayudarle pero acaba aceptando su condición e incluyéndola en su rutina (extraordinario el momento en que le quita los zapatos mientras duerme en un sillón y le echa por encima una manta como quien tapa un fardo), no obstante la degradación es imparable, inevitable.
Jimmie empieza metiendo la pata en fiestas, algunos aún se reían, pero termina topando con timadores que lo engañan y le hacen perder su dinero de la forma más estúpida. Todo está dado por Griffith sin agotar el efecto dramático, cortando la reverberación del mismo en cuanto resulta obvio. Así, cuando su hija lo encuentra en la calle y lo sigue hasta un edificio abandonado donde ha ido a ahorcarse, Jimmie, paranoico, en delirium tremens probablemente, intenta pegarle. En ese instante, Griffith corta a un (sublime) travelling de su mujer corriendo por la calle en su busca. Cuando llega, él se derrumba por agotamiento pero sin haberla visto ni escuchado. Es un momento digno de "Akasen chitai".
La fotografía de Joseph Ruttenberg es contrastada y tan seca como la Ley que pudrió el país esos años.
