Revista Opinión

La Historia De León

Publicado el 11 noviembre 2018 por Carlosgu82

Aquel lugar era un trozo de sueño ofrecido a mi realidad, un restaurante estupendo de deliciosas, sencillas y asequibles ofertas. Seis enanos amenizaban el ambiente con sincronizados violines, tres cargando otros tres, los músicos a hombros tocaban una melodía diferente pero que complementaba la del trío de abajo. Las camareras eran todas maravillas de mujer, y sus llamativos peinados, me pareció ver, eran revoloteados por tres mariposas para cada bella dependiente. El lugar en sí era hermoso, pulcro y a la vez descuidado, solo lo justo para darle un toque bohemio, solo lo necesario para hacerlo perfecto. Las luces eran verdosas y amarillas, pues consistían en cocuyos y luciérnagas encarceladas en lámparas de cristales ambarinos y esmeralda, aleatoria-mente ubicadas por el restaurant. Quedé asombrado, mientras devoraba la mejor lasaña del mundo, por la belleza natural de la luz que bañaba la estancia, ella me atrapó delirando, y me recordó que aquello era realidad- ¿Sabes?- solo para regresarme a la intrigante sensación de que era muy probable que se tratara de un sueño-En las noches, liberan a los cocuyos y a las luciérnagas para que revoloteen alegres antes de que comience de nuevo su jornada de trabajo, dicen que por eso su luz transmite el deseo de ser feliz- dijo la mujer del vestido celeste, no ahondaré en su descripción para no sumar expectativas que exageren lo real, era la mujer más hermosa de Cuba. En aquel estupor de armonía, en aquel lugar extraordinario, la miré y le dije:

-Esos son los ojos más hermosos, que este pobre humano ha visto-

Se lamentó, al terminar mi frase  cursi, de que no pudiera responderme, pues le era imperativo llegar al escenario, donde, acompañada de los seis enanos, con un vestido azul imponente que contrastaba con las luces bicolores, haciéndola si era posible , aún más bella, nos obsequió su canto.

Las vibraciones de su voz dulce atraían incluso a los transeúntes, que se amontonaban maravillados frente a las cristaleras del restaurant. Aquel milagro celeste alcanzó una nota más aguda, sabía que pronto terminaría la canción, los violines de arriba dejaron de tocar, los de abajo cambiaron a una tierna melodía. Los cocuyos y las luciérnagas dejaron de alumbrar, y seis mariposas de alas azules con filos negros rodearon a la intérprete, recuerdo que la última estrofa era hablada y decía algo así:

Sabes que estaré eternamente en esta esquina

Donde el dios ama para siempre a la armonía- después de terminar este verso clavó sus ojos en mí hasta el final de la canción

Sé que volverás a imaginarme siendo tuya

Y yo deseo que vuelvas, y te quedes,- hizo una breve pausa- Vida mía.

El estruendo de los aplausos me despertó de mi trance y me di cuenta de que incluso los que escuchaban en las cristaleras le regalaron ovaciones. La cantante fue asistida por una de las parejas de enanos para bajar del escenario, su mirada me siguió hasta que desapareció por la puerta trasera, con un letrero flotante que decía en letras doradas “solo personal mágico”.

Esperé largas horas a que la chica volviera, no quería preguntar por ella, no quería parecer desesperado. Pedí la cuenta, pues me era necesario regresar a los quehaceres de mi vida. En el reverso de la cuenta, noté unas palabras de caligrafía descuidada que me llenaron de júbilo “Cada domingo estaré aquí, cada domingo desde hoy, cada domingo hasta siempre”.

El próximo domingo llegó, y supe que aquel día  sería extraordinario, el cabello se me acomodó de una forma genial, la ropa me quedaba más elegante, el perfume olía mejor, detalles que nadie nota pero que aumentan la confianza propia. Y armado con mi elevadísima moral y el recuerdo de la nota me dirigí a encontrarme con mi diosa celeste. Llegué a la esquina donde el dios ama para siempre a la armonía. ¡Confusión! En la esquina de las calles Neptuno y Concordia no había un restaurant hermoso de precios asequibles, ni enanos violinistas, ni dependientes escoltadas por mariposas. Le pregunté a unos viejitos que bebían alcohol barato entre conversaciones repetidas. Y les conté cómo el público aplaudía, les conté sobre la luz que transmitía el deseo de ser feliz, y me respondieron con una carcajada, diciéndome que dejara de tomar pastillas y consumir plantas extrañas, que el alcohol era la única droga que un hombre debía utilizar, y que la pizzería de la que hablaba había estado cerrada durante diez años.

Caminé, triste y avergonzado, rumbo a la cafetería de siempre, con la dependiente de cara amargada por el bajo salario, y las pizzas mal hechas y las lasañas con bechamel casi marrón. Me metí las manos en los bolsillos, dejé mi elevadísima confianza en la esquina de la pizzería fantasma, y me refugié en mi silencio, para escudarme de preguntas que me habrían aturdido o sumido en la tristeza. Cuando llegué a la cafetería saqué las manos del bolsillo para acomodar mi asiento y leer el menú, un papelito arrugado, con una nota de descuidada caligrafía cayó al suelo. La recogí, incrédulo, le pregunté a la dependiente ¿Qué hacía aquella nota allí? La interrogué para asegurarme de que ella también la veía, no supo que responderme, solo asintió asustada. La nota decía:

“Cada domingo estaré aquí, cada domingo desde hoy, cada domingo hasta siempre”.  


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