Docuficción alemán filmado en el Desierto de Gobi, Mongolia, sobre la historia de una familia nómade que utiliza la música como método de sanación al desapego que sufren algunas camellas con sus crías. Una película impresionante sobre costumbres ancestrales, la modernidad y la relación familiar entre clanes y animales, en este caso, cabras y camellos lanudos.
Todos los comentarios que se hicieron sobre esta película, además de la propia influencia reconocida por sus realizadores, hicieron alcance a una obra maestra del séptimo arte: “Nanook, el esquimal (Nanook of the North, EU 1922)”, del antropólogo, explorador, cartógrafo y documentalista Robert J. Flaherty. Este filme mudo relata la vida de un esquimal en su máxima expresión cotidiana: esposa, niños, iglú, trineo, perros. Y, por supuesto, las similitudes con “La historia del camello que llora” son evidentes, pero en ningún caso de manera peyorativa. Se trata del más espectacular homenaje que Byambasuren Davaa y Luigi Falorni (co-directores) pudieron hacer del hasta ahora considerado el mejor documental de todos los tiempos, el de Flaherty. La Bahía Hudson, inhóspita y fría donde habitan los esquimales, tiene su símil en el Desierto de Gobi en Mongolia; los perros que tiran de los trineos, en los camellos; la familia de Nanook y su iglú, en la familia de mongoles y sus yurtas (carpas tradicionales en las que habitan los nómades mongoles); o la impresión de Nanook cuando escucha por primera vez un gramófono (vitrola), en la cara de fascinación del niño Ugna cuando ve televisión (tener un televisor se transformará en su máxima motivación).
Luigi Falorni y Byambasuren Davaa en la ceremonia de los premios Oscar 2004. “La historia del Camello que llora” fue nominada a mejor documental.
Sin embargo, estos símiles no son más fuertes que lo que ambas obras resaltan mágicamente: su producción. Y no me refiero a una intervención extradiegética burda, con micrófonos que se ven o la presencia de los realizadores en el cuadro. No. El docuficción nos enseña aquí lo hermoso del oficio de hacer cine. Todo el tiempo estás viendo una historia, un desarrollo de conflictos… una trama. Sin embargo, todo es real. Bueno, casi todo.
Byambasuren Davaa es nacida en Ulán Bator, la capital de Mongolia, y durante mucho tiempo tuvo en mente la realización de una historia que le contaron acerca de tribus nómades, como las de la película, que utilizaban un ritual musical para curar el desapego entre algunas mamás camellas y sus crías. La película pudo ver la luz gracias al empuje de su compañero de curso en la Escuela de Cine de München, el italiano Luigi Falorni, que se convirtió en su co-director. Ambos fueron al Desierto de Gobi en busca de una familia real, de no-actores, de personas que hicieran de su cotidianeidad las acciones de las escenas.
Ingen Temee (mamá camello) y Botok (el camello que llora).
Los realizadores dirigieron a los no-actores en cuanto a dar “pies forzados” que dieran continuidad dramática a la historia, pero logrando que ellos siguieran haciendo su vida: la abuela sigue preparando la comida como siempre, la madre cuida a sus hijos y los hombres cuidan a los animales, solo que ahora lo hacen con una cámara al frente y un pequeño grupo de extranjeros tras ella. Hay momentos memorables en que la realidad del momento, como el nacimiento del camello, se mezcla con el guión propuesto. Quizás muchas veces los no-actores solo creían que eran filmados “documentalmente”, pero la capacidad de los realizadores harían de esos momentos, una escena a la hora del montaje.
Dude y Ugna viendo televisión
Otro punto alto es la capacidad de mostrarnos no sólo la vida cotidiana de los clanes mongoles, sino que también todos los conflictos y dificultades que atraviesan las costumbres ancestrales ante la competencia occidental, las que se aprecian en la continua tentación que la televisión y los productos de consumo ejercen en los niños. La sala rió de buena gana cuando los padres le preguntan a su hijo menor (que venía del pueblo donde pudo ver toda esta “tentación”) cómo jugaban los niños. El pequeño, cual mimo, coloca las manos en posición de nintendo y dice: “así”. Y empieza a pulsar botones imaginarios. “La historia del camello que llora” es, entonces, una “excusa” para mostrarnos esta fotografía antropológica. Un llamado de atención.
Finalmente, unas palabras para la música. En la foto de arriba se ve al profesor y su Matouqin o Morinhor (cabeza de caballo), un violín mongol que tiene solo dos cuerdas, además de una cabeza de caballo tallada sobre el clavijero, según ordena la leyenda que creó el instrumento. No deseo contar la película entera, pero es importante señalar que el tercer acto, que comienza con la llegada del “doctor-profesor de música”, es una unión de secuencias delicadas, melancólicas (la voz de la mujer y la canción son definitivamente bellas) y esperanzadoras. Cuando se cuentan historias de animales — en dibujos animados o en el teatro — , se humanizan sus acciones y sentimientos. En el fondo, nos están contando una historia de humanos caracterizada por animales. Aquí quizás la cosa es igual, hasta que comprendemos que para la tribu sus camellos forman parte de la familia. Las lágrimas y el llanto que veníamos oyendo de Botok, el bebé camello cuya mamá no quiere alimentar, son los de un hermano más.
Desierto de Gobi, Mongolia
“En el desierto todo es tranquilidad, no oyes nada más que el viento. Tal vez por eso la gente y los animales tienen un sentido del oído tan desarrollado. creo que los camellos sienten la música en sus corazones”.
Byambasuren Davaa
por Denis Eduardo Leyton
(publicado originalmente en septiembre de 2005)