Revista Cultura y Ocio

La historia del Cristo que manaba sangre por un ojo

Por Calvodemora
El Cristo manaba copiosa sangre por un ojo así que pusieron un barreño debajo. Cuando se colmó, buscaron inútilmente otro. Y no hubo barreños en la aldea que recogieran el caudal de sangre. Lo que hicieron después fue desclavar al Cristo de la pared y meterlo en una alberca vacía. Podría seguir manando sangre un mes que no la llenaría, pero en el término de unas horas el Cristo acabó flotando en el rojo derramado. La alberca se desbordó y la sangre anegó una huerta de tomates sembrada a la vera. Algunos vecinos, los más osados, pidiendo perdón a Dios por el camino que iban a coger, decapitaron al Cristo, pero el ojo no cesaba de manar. Probaron a sajar el ojo. Fuera de su cuenca, como indignado por la afrenta quirúrgica, el ojo vertía un caño infame. Al ojo le dispararon con una escopeta de caza, lo pisaron con recias botas de campo y hasta probaron a enterrarlo un par de metros bajo tierra, pero la sangre siguió su curso y empapó el suelo. El rojo se apreciaba dos metros más arriba. Alguien dijo que el ojo estaría mejor bien lejos y que él mismo se encargaría de transportarlo, aunque tardara años en el regreso. Un rastro de sangre informaría del camino. Otro sugirió que el mar se tragaría el ojo: que la sangre se confundiría con la espuma. Esa fue la versión que acabó triunfando. El mar, a poco de aceptar la ofrenda del ojo, se tiñó de rojo y una manta de peces muertos alfombraba las olas. Las olas de crin roja. La sal roja. Los peces rojos. Años después la tierra entera enfermó de rojo. El agua de las fuentes, roja. La leche materna, roja. El aire, al levantarse el viento, se hizo también de un rojo suavísimo que impedía ver con la claridad de antaño. Y un día el ojo cejó en su empeño y el cauce cesó.Acabó como empezó; sin que nadie pudiese dar una razón o una falta de razón para ese milagro. El mar recuperó el azul. La leche adquirió el blanco primitivo. Los campos fueron verdes. Nadie nunca refirió la historia del ojo que manaba sangre. En el pueblo tácitas leyes exigían el silencio. El olvido. Donde se levantaba la iglesia que celaba al Cristo hay ahora una bolera del tamaño de un campo de fútbol y la juventud del pueblo la llena los sábados en busca de sudores y de broncas. Nadie sabe qué fue del ojo. A nadie le importa en absoluto. Del Cristo inmolado nada se supo. En pueblos aledaños refieren historias milagrosas, pero ninguna iguala la del ojo del Cristo de mi iglesia. Se dice que hay cofradías secretas que guardan el cuerpo decapitado y ofician misas a escondidas.

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