Revista Educación
José Bretón quería venganza (“¿sería bueno desprenderme de las cosas que me recuerdan a ella?” es una de sus elucubraciones anotadas más escalofriantes). Sus hijos fueron el móvil sobre el que este hombre volcó la frustración de su desengaño. Un desquite insuperable arrebatando a una madre lo más valioso y convirtiéndola en víctima sin hijos y sin respuestas. Su presunto delito por detención ilegal ha derivado en doble asesinato con alevosía y con el agravante de parentesco por los que podría enfrentarse a una pena de hasta 25 años por cada uno de los delitos. Nadie creyó nunca su historia y de un previo intento de suicidio (para evitar que su mujer le dejase) pasó a una hoguera en la que presuntamente consumó su despecho. José Bretón es un hombre calculador, impasible, sin restos de arrepentimiento o muestras de dolor. No siente ni padece, ni parece muy por la labor de confesar los hechos. La reconstrucción de lo sucedido no convence a nadie y sus explicaciones inverosímiles activan la alarma y desencadenan una investigación policial (análisis del suelo de la finca, perros que han rastreado las fincas cercanas, buzos en el Guadalquivir…) que quedó en punto muerto y que malogra por desgracia un error de la policía científica en un informe pericial. ¿Por qué no se pidió una segunda opinión?, ¿por qué si las pesquisas apuntaban a la Finca de las Quemadillas no se profundizó en unas conclusiones que resultaron ser la pieza clave de la resolución del caso? Resulta deprimente que sea la propia madre, ciudadana de a pie, la que solicite una nueva investigación sobre los mismos restos. De nada sirven ahora estos interrogantes porque la verdad se ha abierto camino a través del fuego y de las mentiras calculadas. El conocimiento de los hechos (o la certeza de la muerte de sus pequeños) para la madre es el final de una incertidumbre que pesaba demasiado y el comienzo de un luto que no terminará nunca. Parecía muy seguro Bretón de la imposibilidad de hallar pruebas pero se ha dado de bruces contra los huesos de su propios hijos. Los últimos informes, confirmatorios de que los restos óseos eran humanos, sientan las bases de la acusación. Los indicios conducen a unas actuaciones previamente planeadas; él, que puso a prueba su propósito llamando a su mujer y esperando una respuesta que satisfaciera su ego y derrumbase sus planes preconcebidos de antemano; él, que le entregó un ramo de rosas y una carta (esperaba poder reanudar su relación) el mismo día que recogió a sus hijos a una mujer a la que jamás hizo regalos; él, que apuntó en sus anotaciones la frase “tal vez prefiero hacer daño antes de que me lo hagan”. Y la hoguera, en principio considerada pista falsa, adquiere de pronto significado policial, judicial y mediático y desencadena un fuego abrasador, el de la incomprensión, la rabia, el dolor. El grito perpetuo de una madre, el silencio de unos niños (ángeles, así los ha definido ella) castigados por un hombre mediocre que ha tenido un protagonismo inmerecido tras los errores en el que se consideró concluyente el informe de la policía científica y que se ha dado el gusto de movilizar a la policía y mantener en jaque a un Estado de Derecho que espera con ansia la sentencia. “En la calle soy un mierda, pero en mi casa mando yo”, dice Bretón. Le definen como un hombre maniático, metódico, ordenado, calculador. Sigue sosteniendo su versión del parque Cruz Conde. Duerme contapones en los oídos y antifaz, aislado de una sociedad escandalizada y sin quitarse horas de sueño, borrando de su mente los recuerdos de unas sonrisas infantiles que parecen no atravesar su celda ni su conciencia. Ajeno a las hogueras y mentiras que no se apagan, a las brasas que como pruebas incandescentes siguen quemando, al humo que engaña y asfixia, a las cenizas de unos niños que, sin preverlo él, le delatan.