Lo peor de las tumbas maternales es que sueles cavártelas tú misma. Con manos, pies y dientes si hace falta. Nadie como una madre para meterse en las heces propias o ajenas hasta los codos. Quién nos mandará a nosotras liarnos mantas imposibles a la cabeza con la euforia que sólo una borrachera de oxitocina otorga. La ebriedad hormonal es un caso de enajenación transitoria de libro. Nunca deberían tenerse en cuenta las palabras que una profiere en este estado lamentable de idealismo utópico.
Todavía me sonrojo cuando recuerdo como, con la cintura desdibujada por mi primer bombo, le comuniqué mi estado de buena esperanza a mi jefe añadiendo con rotundidad que mi carrera profesional no se vería afectada. Imagínense su cara cuando cinco meses más tarde me personé en su despacho con mi flamante bebé para dejarle caer un si te he visto no me acuerdo muy profesional.
Desde aquel momento mi carrera profesional ha oscilado entre inexistente y vergonzante. Tres años estuve dedicada en cuerpo y alma a mis retoñas. Por aquel entonces el recuento ascendía a dos. Fueron mis años más dignos, era madre y se me daba bien. Entre tanto nos atacaron la crisis del dos mil nueve y una crisis de infertilidad diagnosticada. Será difícil que tengan más hijos nos auguró un médico con claras dotes de vidente. Se me mezcló el síndrome del útero vació con la sensación del ser el último eslabón de la cadena productiva. El mundo me necesitaba. Y allí estaba yo para acudir a su rescate con una start-up en ciernes.
Sorprendentemente me salieron, socios, inversores y financiación casi sin darme cuenta. Las escrituras de constitución y el siguiente embarazo llegaron en el mismo paquete. El tiempo empezó a correr. A volar. Era madre de día y empresaria a deshoras. Mi empresa iba cumpliendo hitos a la par que mi bebé crecía en mi vientre. Era la viva imagen de la mujer que todo lo puede. Sin dormir, sin fines de semana, sin vacaciones ni fiestas de guardar. Del paritorio a la sala juntas. Diseñando y lactando. Gestionando con una mano y educando con la otra. Así un año. Y dos.
El cuarto embarazo me sorprendió cerrando una ampliación de capital. No me hizo falta test de embarazo. El agotamiento extremo que me invadió era prueba más que suficiente. Mi cuerpo me pedía tregua. A gritos. No dormir empezó a ser más difícil y educar a mis hijas con paciencia y buen talante más todavía. Empecé a ser peor madre y peor empresaria. Un sentimiento de culpabilidad acampó en mí y todavía hoy no he conseguido darle boleto. De ser la mujer que todo lo puede pasé a ser el paradigma del que mucho abarca y poco aprieta. Para ser buena profesional tenía que ser peor madre y viceversa. No había tu tía.
Pero la máquina ya estaba en marcha. Muchas expectativas de propios y extraños pesaban sobre mis hombros. A falta de saber parar empecé a huir hacia delante. A correr sin mirar atrás. Empecé a necesitar lo que durante años no me había hecho falta, una parte de mi vida para mí, para volver a ser persona. Nació La Cuarta y La Primera empezó el colegio. La vida familiar engordó de tal manera que reclamaba para sí todo mi tiempo, toda mi concentración y todas mis ganas. Y me hacía feliz. Mucho.
Desde entonces trabajo a matacaballo, por cubrir el expediente. No tengo tiempo ni fuerzas para hacerlo todo lo bien que me gustaría. Me llevan los demonios profesionales y me avergüenzo de la empresaria mediocre en la que me he convertido. Ayer firmé uno de los episodios más patéticos de mi vida profesional. Por dejadez. Por falta de implicación y sobretodo por falta de ganas. No tengo que mirar muy lejos para buscar culpables. Este infierno me lo he caldeado yo solita en un alarde de omnipotencia que se me ha quedado grande.
Como todo calvario el mío ha acabado en revelación. Hace siete años, en posesión casi plena de mis facultades tomé una decisión de la que nunca me he arrepentido.
Hoy lo tengo claro, de mayor quiero ser madre. A tiempo completo.
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