Apólogo de la honradez en el país de los corruptos - Italo Calvino.
(La Repubblica, 15.3.1980)Había un país sostenido por lo ilícito. No era que faltaran leyes, ni que el sistema político no estuviera basado en principios que más o menos todos decían convivir. Pero este sistema, articulado alrededor de un gran número de centros de poder, necesitaba desmesurados recursos financieros (los necesitaba porque cuando uno se acostumbra a disponer de mucho dinero ya no es capaz de concebir la vida de otra manera) y tantos medios se podían obtener tan solo ilícitamente, es decir pidiéndoselos a quienes los tenían, a cambio de favores ilícitos. Mas el que podía dar dinero a cambio de favores, en general ya había conseguido ese dinero mediante otros favores previos, por lo que resultaba un sistema económico en cierto modo circular y no carente de cierta armonía.
Aunque se financiaran por estas vías ilícitas, ninguno de los centros de poder era siquiera rozado por sentimientos de culpa, ya que para la moral interna todo lo que se hacía por el interés del grupo era lícito. Más aún, benéfico, porque cada grupo identificaba el propio poder con el bien común; la ilegalidad formal, por lo tanto, no excluía una superior legalidad sustancial.
Es verdad que en toda transacción ilícita a favor de entidades colectivas es usual que una cierta porción se quede en manos de personas particulares, como merecida recompensa a las indispensables diligencias realizadas en la mediación y consecución del dinero: así que el acto ilícito que para la moral interna del grupo era lícito, implicaba dejar un pequeño margen de acto ilícito incluso para esa moral. Pero, bien mirado, el particular que llegaba a embolsarse una comisión individual tomándola de la comisión colectiva, estaba seguro de que si había conseguido una ganancia personal era para poder obtener una ganancia colectiva, es decir que podía convencerse sin ninguna hipocresía de que su conducta no sólo era lícita sino también benéfica.
Este país tenía también, al mismo tiempo, un dispendioso presupuesto oficial alimentado por los impuestos sobre cualquier actividad lícita, y financiaba lícitamente a todos aquellos que lícita o ilícitamente lograban hacerse financiar. Como en aquel país nadie estaba dispuesto no digamos a quebrar sino siquiera a tener que poner algo de su parte (y no se ve en nombre de qué se podría pretender que alguien tuviera que poner lo suyo), las finanzas públicas se dedicaban a reintegrar lícitamente, en nombre del bien común, los huecos dejados por las actividades ilícitas, que también se hacían en nombre del bien común.
El cobro de los impuestos, que en otras épocas y civilizaciones era capaz de estimularse haciendo un llamado a los deberes cívicos, aquí volvía a ser con claridad un acto de fuerza (igual a lo que pasaba en ciertas localidades, donde además del cobro por parte del Estado existía también el que hacían algunas organizaciones armadas o mafiosas), acto de fuerza al que el contribuyente se resignaba para evitar mayores daños, a pesar de sentir _en lugar del alivio de la conciencia tranquila_ la desagradable sensación de una complicidad pasiva con la mala administración de la cosa pública y con los privilegios de las actividades ilícitas, por lo general exentas de toda carga impositiva.
Una que otra vez, cuando uno menos se lo esperaba, un tribunal resolvía aplicar la ley, provocando pequeños terremotos en algunos centros de poder e incluso arrestos de personas que habían tenido hasta ese momento sus buenas razones para considerarse intocables. En estos casos, la sensación prevaleciente, en lugar de la satisfacción por el triunfo de la justicia, era la sospecha de que se trataba de un ajuste de cuentas de un centro de poder contra otro centro de poder. Por esto se hacía difícil establecer si las leyes, a estas alturas, se podían usar solamente como armas tácticas y estratégicas en las batallas internas entre los distintos intereses ilícitos, o bien si los tribunales _para legitimar sus tareas institucionales_ estaban obligados a demostrar que también ellos eran centros de poder con intereses ilegítimos como todos los otros.
Naturalmente, una situación así era propicia también para las bandas de delincuentes de tipo tradicional, que con los secuestros, los asaltos a bancos y tantas otras actividades más modestas que llegaban hasta el simple carterazo, se insertaban como un elemento imposible de prever en el carrusel de los billones, haciéndole desviar a veces su camino hacia recorridos subterráneos, desde donde tarde o temprano volvían a salir bajo mil formas inesperadas de capitales lícitos o ilícitos.
Como opositoras al sistema, ganaban terreno las organizaciones del terror que, usando los mismos medios para financiarse de los ilegales de siempre, y con un bien dosificado cuentagotas de asesinatos distribuidos entre todas las categorías de los ciudadanos, ilustres y oscuros, se proclamaban como única alternativa global al sistema. Pero el verdadero efecto que tenían sobre el sistema era el de reforzarlo hasta volverse ellas mismas su puntal indispensable, el que confirmaba la convicción de que éste era el mejor sistema posible y de que no debía cambiar en nada.
Así, todas las formas de lo ilícito, desde las más divertidas hasta las más feroces, se aglomeraban en un sistema que tenía su estabilidad, solidez y coherencia, y en el que muchísimas personas podían hallar su propio provecho práctico sin perder la ventaja moral de sentirse con la conciencia tranquila. Los habitantes de aquel país habrían podido declararse, pues, unánimemente felices, de no haber sido por una categoría de ciudadanos _de todos modos bastante numerosa_ a los que no se sabía bien qué papel atribuir: los honrados.
Los honrados eran como eran no por algún motivo en especial (no podían ampararse en grandes principios ni patrióticos, ni sociales, ni religiosos, que ya no tenían curso); eran honestos por costumbre mental, por condicionamiento, por tic nervioso… En última instancia, eran así y no podían hacer nada si las cosas que de veras les importaban no se podían valorar directamente en dinero, si su cabeza funcionaba siempre según esos anticuados mecanismos que relacionan la ganancia con el trabajo, la estima con el mérito, la propia satisfacción con la satisfacción de otras personas.
En aquel país de gentes que se sentían siempre con la conciencia tranquila, ellos eran los únicos que vivían siempre preocupados, preguntándose a cada instante lo que deberían haber hecho. Sabían que sermonear con la moral a los demás, indignarse, predicar la virtud, son cosas que todos aprueban con gran facilidad, de buena o de mala fe. Para ellos, el poder no era suficientemente interesante como para soñar con él (por lo menos ese tipo de poder que les interesaba a los otros); no se hacían ilusiones de que en otros países no existieran las mismas lacras, aunque estuvieran mejor escondidas; y no tenían esperanzas de una sociedad mejor porque sabían que lo más probable, siempre, es que las situaciones tiendan a empeorar.
¿Tenían que resignarse a la extinción? No, el consuelo de ellos consistía en pensar que del mismo modo como al margen de todas las sociedades, durante milenios, se había perpetuado una antisociedad de delincuentes, carteristas, ladronzuelos, estafadores, una antisociedad que nunca había tenido ninguna pretensión de convertirse en la sociedad, sino únicamente la de sobrevivir en los pliegues de la sociedad dominante y la de afirmar su propia manera de existir a contravía de los principios consagrados, así también la antisociedad de los honrados tal vez sería capaz de persistir todavía por siglos, al margen de los hábitos corrientes, sin otra pretensión que la de vivir su propia diversidad, la de sentirse distintos de todo el resto, y de este modo a lo mejor habría acabado por significar alguna cosa, algo esencial para todos, por ser una imagen de algo que las palabras ya no saben nombrar, de algo que todavía no ha sido dicho y todavía no sabemos qué es.
No es hora de mandar ¡A la mierda! a tanto corrupto?