Revista Diario

La hora del cuento

Por Nmartincantero

Cuando estuvo en Haití, tres años atrás, mi marido se dormía todas las noches con los tambores del vudú sonando a lo lejos. Según me contó entonces, el tam tam comenzaba al atardecer, desde algún lugar al otro lado del río. Una noche de luna llena se decidió por fin a cruzar el precario puente en dirección al enigmático sonido. Caminó durante un trecho, pero al rato sintió miedo y emprendió la vuelta hacia la pequeña aldea donde se alojaba.

No me había vuelto a acordar de esta anécdota hasta que anoche, de repente, me dio por preguntarme si allí, en ese minúsculo pueblo entre las montañas donde él estuvo, continuarán retumbando los tambores del vudú, y qué tipo de consuelo encontrarán los haitianos al escucharlos.

Era la hora del cuento. Mi hija se resiste a apagar la luz; siempre quiere una página más, una última historia. Se cuela a esas horas en su habitación al fondo del pasillo el violín del vecino del séptimo, el telediario, el crujir de las cuerdas al tender la ropa. Es lo que tienen los patios de aguas (y parece que no hay quien se libre de ellos viviendo en Madrid).

Esta semana tocaba un cuento muy especial. Lo traje de San Francisco hace un par de años, y lo había mantenido en la reserva, bien guardadito en su papel de celofán, hasta ahora. El protagonista es este delicioso oso:

La hora del cuento

Se llama Stillwater, que quiere decir agua tranquila: "Cuando observas el reflejo del agua en una piscina, y el agua está en calma, es posible ver el reflejo de la luna. Pero si el agua está agitada, la luna aparece rota, fragmentada. Es más difícil verla tal como es. Nuestras mentes son así. Cuando están agitadas, no podemos ver el mundo como realmente es”, explica el autor del libro en la introducción .

Stillwater cuenta historias como la del tío Ry y la Luna. Dice así:

“Mi tío Ry vivía solo en una pequeña casa en las colinas. No poseía muchas cosas. Su vida era muy simple.

Una noche, se dio cuenta de que tenía un visitante. Un ladrón había entrado en la casa y estaba hurgando en las pocas posesiones de mi tío.

El ladrón no se percató de que mi tío lo había sorprendido. Cuando mi tío le dijo hola, se quedó tan sorprendido que casi se cae al suelo.

Mi tío sonrió al ladrón y le tendió la mano. ´Bienvenido, bienvenido, qué bien que vengas a visitarme´. El ladrón abrió la boca para hablar, pero no se le ocurrió nada que decir.

Pero como mi tío Ry nunca deja que nadie se vaya con las manos vacías, buscó en su minúscula cabaña algo con que obsequiar al ladrón. No había nada que darle, y el ladrón comenzó a retirarse hacia la puerta. Quería marcharse.

Al final, el tío Ry decidió qué hacer. Se quitó su único vestido, que estaba viejo y andrajoso, y se lo entregó.

El ladrón pensó que mi tío estaba loco. Cogió el vestido, se dirigió a la puerta y se esfumó en la noche.

Mi tío se sentó fuera y se quedó mirando hacia la luna. Su luz de plata se derramaba por las colinas y lo hacía todo muy bello. ´Pobre hombre´, se lamentó mi tío. ´Todo lo que he podido darle ha sido mi pobre vestido. Si al menos le hubiera podido dar esta maravillosa luna´".

La hora del cuento

Siempre queda la luna. Y los cuentos.


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