Han corrido ríos de tinta sobre la huelga de los futbolistas, defendiendo los intereses legales de unos doscientos jugadores a quienes se les debía dinero. Es justo. Lo lógico es que se cumplan los compromisos contractuales, como dicen los abogados. Pero tiene uno cierta reticencia cuando se trata de jóvenes balompedistas que perciben astronómicas cantidades por atizar patadas a un balón los domingos, mientras una serie de allegados en la sombra incrementan en modo igualmente notable sus respectivos patrimonios.
Comentaba en este espacio que si un hospital fichase por cuarenta y cinco millones de euros a un cirujano extraordinario, saltarían todas las alarmas por el dispendio, mientras el Real Madrid paga el doble por un jugador que precisa todo un equipo detrás suyo, sin que el escándalo o la vergüenza asomen por ninguna parte.
También se decía, en tiempos de la dictadura y algunos momentos posteriores, que Franco mantenía en silencio a la población con el fútbol, y los toros en algunos casos. Se conoce que la cosa taurina va a menos, sobre todo en Cataluña, donde prima la natural tendencia a la prohibición de las formaciones autocalificadas progresistas, mientras el fútbol inunda las pantallas de todas las cadenas día sí, día también. Para las televisiones privadas es un negocio imprescindible, mientras los clubes necesitan imprescindiblemente ese dinero para atender los fichajes y sueldos millonarios. Después paga el anunciante de turno, quien termina por repercutir el gasto sobre el precio de sus productos y las patadas de Messi las termina pagando la señora que compra detergente.
La huelga de futbolistas era un problema nacional, cabecera de telediarios y portada de los rotativos. Personalmente, podría durar toda la liga.
