Está en el libro de Isaías, 32,17: “El producto de la justicia será la paz; tranquilidad y seguridad perpetuas serán su fruto”. Lo contrario no anda ayuno de verdad: demasiadas diferencias que no estén sancionadas por alguna trascendencia carcomen cualquier orden social. Esto que es válido para toda la historia, se agrava cuando los pueblos conquistan alguna porción de democracia. Del rey abajo, ninguno.
Dice el rey del reino de España que en este país todo son penas. Que le estamos, a la vejez, amargando el cáliz de los años. Dice el rey del reino de España que a él, al pobre de él, ya no le dejamos ni ir a pegar tiros en esforzadas cacerías. Esas de las películas de Tarzán, llenas de sudados portadores negros y matanzas de animales grandes. Llenas también de bebidas a las que nunca les falta el hielo y una pajita con sombrilla made in China. Sí Bwana. Por eso conviene que sean negros. Con el tiempo, también podrán ser de Palencia, pero de momento no. Que aquí hay muchas penas.
Dice también que ya no le dejamos, inquisidores como siempre hemos sido, coger la moto e irse a borbonear tumbando horizontal en tugurios ese riñón castizo que hace tan campechanos a los de la flor de lis. Y dice que ya no le dejamos ver a la mujer del domador ni a la falsa princesa que le ayudaba, en sesión continua, a golpear a su chófer vestido de conductor monárquico con gorra de plato y cueros de la Alpujarra. Que le faltan, dice, esas princesas que, de seguro -porque viene siempre en los contratos de cariño real-, le reían todas las gracias aunque se le empastara la voz por las cosas de la edad o el Soberano, que era un coñá de cuando entonces.
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