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La huerta

Publicado el 11 febrero 2014 por Jesús Marcial Grande Gutiérrez
La huerta
En la historia de los hombres primero dependimos de los animales salvajes, de su caza; después aprendimos a domesticarlos y empezamos a valorar el territorio; finalmente establecimos firmes lazos a la tierra que poseímos. Más tarde aprendimos a apreciar el agua. Esta es la historia de una huertita alimentada por un escaso manantial en el pequeño pueblo de mis padres. Parece un asunto baladí, pero las cosas de la tierra, por mínimas que sean, afectan al carácter de los hombres y generan conflictos enquistados.
La fuente, en medio del lindero de las dos fincas, no era ya conocida por muchos paisanos. Solo algunas vecinos de edad avanzada y los cercanos propietarios sabían de ese pequeño manantial que brotaba entre las dos huertas. La mayor parte de las veces estaba cegada por la maleza y mis padres y hermanos la limpiaban de vez en cuando. Hacía ya más de cien años que aquella fuente servía con su diminuto caudal para cultivar algunas verduras y regar los escasos frutales de alrededor. En tiempos hubo de saciar muchas veces la sed de los dueños y refrescar alguna bota de vino. Una frondosa salguera a pocos metros dulcificaría los momentos de descanso bajo el tórrido sol del mediodía. El diario trajinar por los alrededores grabó en la memoria de los vecinos la topografía del territorio circundante: la antigua tapia de cantos y barro, hoy abandonada y cubierta de maleza, la verde y estrecha franja, en leve pendiente, que marcaba con su humedad la enterrada ruta del agua, la exacta posición de los árboles que ellos mismos habían plantado... Hoy día, gracias a las antiguas fotos de aviones americanos que fotografiaron todo el territorio nacional (el conocido  por "Vuelo americano de 1956") se llega a apreciar la franja de la linde antigua, claramente alejada de la actual. Incluso sobre las ortofotos del SIGPAC se pueden ver proyectadas sobre las parcelas nítidas líneas que siguen el curso de los límites recordados, pero que (por extrañas razones) no coinciden con las descripciones topográficas del catastro.
Aquella huerta que heredó mi madre es protagonista de recuerdos de mi niñez. En uno de ellos bordeamos la tragedia cuando mi hermano Luis fue atacado por un enjambre de avispas enfurecidas y corrió buscando la ayuda de mi madre que le sumergió en la charca formada por el manantial, por entonces más profundo y ancho que ahora. Las avispas, que entonces se abalanzaron sobre mi madre, estuvieron a punto de hacerles perder la vida de forma horrible. De mi juventud recuerdo algunos paseos con mis padres, a curiosear cuantas ciruelas o peras tenían los pequeños frutales que mi tío Felicísimo había plantado hacía tiempo cerca de la linde. En mi madurez, quise experimentar trasplantando media docena de almendros importados del pueblo de Guadalajara, donde les habían plantado en sendas macetas. El vecino, amigo nuestro desde hacía años, observó mi tarea con desconfianza: -¿Tú crees que eso te va a crecer?. Como para mí, era un juego, le dije que seguramente sí, que eran árboles muy duros... Incluso,  con las prisas por acabar, introduje los últimos en la tierra con su propia maceta, previamente rajada para poder dejar paso a las raíces. Por cierto aquellos árboles sí crecieron hasta que la falta de riego o, más probablemente, las ovejas acabaron con ellos.
Esa huerta siempre fue la tierra más valorada por mi madre así que, con la concentración parcelaria, solicitó que no entrara en la concentración. Y así se hizo, pero una vez realizadas las valoraciones y repartos, levantados ya los planos definitivos, su contorno quedó desplazado unos metros con lo que el pequeño manantial quedaba completamente dentro del terreno vecino. Parece ser que la historia de un posible camino antiguo, del que ya nadie tenía constancia, estaba en el origen del desplazamiento. Sin embargo, la finca vecina, también excluida de la  concentración, se veía crecida a costa del camino y del manantial. Mis padres que no residían en el pueblo no se dieron cuenta a tiempo de que los límites no coincidían con los que ellos recordaban. Al fin y al cabo las señales naturales: árboles plantados por ellos mismos, tapias, matorrales, la misma gran salguera que conocían desde hacía más de cincuenta años seguían allí señalando el territorio. Cuando comprobaron que los límites del plano diferían de los de sus nítidos recuerdos (a lo largo de estos últimos años hemos comprobado la fidelidad de cuantas observaciones han hecho al respecto) decidieron reclamar pero el plazo administrativo había pasado. Cuando acudieron a los ingenieros, aunque estos les daban la razón, quedó claro que no moverían un dedo por arreglarlo. Sólo quedaba una reclamación oficial de dudosa eficacia. El argumento estaba claro: si esas tierras no entraron en concentración no debían desplazarse, crecer ni encoger a su costa.
Con el tiempo, los nuevos propietarios de las tierras vecinas decidieron vallarlas. Uno de ellos, poseedor del terreno junto al que se situaba el manantial, fue advertido de que el asunto del límite estaba sujeto a reclamación y podía verse obligado a retirarla si era procedente. Pero el hombre, aferrado al plano dela concentración, no atendió a razón alguna e instaló la alambrada dejando el querido manantial a uno o dos metros a su lado del cerco. Por si fuera poco realizó una severa tala de la espléndida salguera que tanto nos gustaba. Mis padres y hermanos habían intentado hablar varias veces con él y, cuando habían conseguido alguna entrevista, siempre habían acabado mal y en alguna de ellas nuestros vecinos llegaron al insulto. Así que, con la valla alzada, se denunció el hecho en el juzgado. Con el  otro vecino, que también se había adentrado un poco en la propiedad de mi madre (incluso sobre los planos actuales) también se mantuvieron conversaciones para tratar de solucionar el caso. El asunto habían envenenado las relaciones entre ambas familias y el anterior dueño, padre del actual propietario, nos habían llegado incluso a colgar el teléfono en medio de una conversación.
Con el propósito de hacer las cosas lo mejor posible se convocaron reuniones para un acuerdo amistoso que finalmente, con algunas incomparecencia de la otra parte, no condujeron a nada.
Finalmente se fue a juicio. Se contrataron peritos. Se completó una larga y compleja instrucción. Se buscaron testigos. Mis padres se sorprendieron de las reticencias de sus paisanos por testificar; quién más quién menos tenía intereses en el pueblo con ambas partes y no querían predisponerse con ninguno. Los testigos más fiables eran ya ancianos y sus propios familiares les recomendaron no testificar.
El juicio, mal preparado, tuvo al frente una juez (suplente del juez instructor) y un abogado de la otra parte curtido en estas disputas territoriales que,  sobrepasando sus funciones, no dudó en presionar y humillar a alguno de los testigos y familiares presentes. Sin embargo, ante la pasividad de la juez, logró llevarse el gato al agua. No se modificaba límite alguno y la parte reclamante pagaría las costas y los peritos.Mis hermanos no salían de su asombro al comprobar lo mal que se había dado la sesión. Al escuchar las cintas grabadas de las declaraciones encontraron multitud de errores en su estrategia y claras extralimitaciones del abogado de la otra parte. Finalmente decidieron recurrir la sentencia.  En la resolución final se les concedió el beneficio de la duda y se ordenó repartir los costes pero no se alteraron los límites de las fincas.
Pese a las sensación de injusticia con que se acogió esta decisión (supongo que todos los que pugnan con buena fe por lo que creen que es justo tienen esta misma sensación cuando una sentencia no les da la razón) el fin del juicio tuvo un efecto catárquico en el espíritu de mis padres. Durante esos años, mis padres sufrieron una honda tristeza. La sensación de que les habían quitado un trozo de su tierra (y su medio manantial) les dolía profundamente. Las airadas conversaciones con sus antiguos amigos y familiares, los recelos, las acusaciones de daño voluntario por reclamar lo que creían justo agrió viejas amistades y les proporcionó muchas noches de mal dormir. Mis hermanos, amparados por su creencia en que era justo lo que reclamaban, emprendieron la demanda casi como algo terapéutico para mis padres: no recuperarían nada pero al menos, lo intentarían. Dice un viejo refrán usado como amenaza: "Ojalá tengas juicios y los ganes" y deja entrever los sinsabores que, incluso con sentencia favorable, se producen en las batallas legales. En este caso valdría añadir "Pero ten un juicio aunque lo pierdas" pues la sensación de humillación ante lo injustamente perdido es mayor si no intentamos luchar contra ello.
Y de toda esta historia, por un pequeño manantial de agua, por unas metros a un lado u otro de un viejo lindero, solo quedan  amistades perdidas, mutuos disgustos, incomprensiones, algunas  humillaciones y el doloroso recuerdo de aquel manantial que visitábamos de niños. En las viejas paneras duerme con el polvo la antigua barra de hierro retorcida en espiral con la que durante años se drenaba el pequeño manantial. ¿Tanto costaba reconocer a mis padres, octogenarios, un poquito de razón?

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