Pedro Paricio Aucejo
Cuando se aplica el adjetivo humilde a una persona se señala a menudo la condición sumisa de su carácter. En otras ocasiones, dicho vocablo se emplea para indicar la inferioridad de su extracción social o de cualquier otra circunstancia de este nivel a ella referida. Sin embargo, son escasos los trances en que el uso de aquel concepto se lleva a cabo para aludir a quien posee humildad, entendida esta como el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades, así como el obrar de acuerdo con dicho conocimiento. Se relega con ello la fuerte carga semántica de esta palabra y su genuino alcance moral, poco conocidos por el hablante medio.
No le sucedió así a santa Teresa de Jesús, que, a lo largo de toda su obra escrita, evidenció la riqueza de las potencialidades encerradas en esta virtud netamente cristiana y –según expone la carmelita descalza María del Puerto Alonso¹– auténtica escuela de agradecimiento, aceptación, liberación y servicio. Esto fue así para la monja de Ávila porque concibió la humildad no como una meta sino como un proceso itinerante de búsqueda constante: ´Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad y púsoseme delante… que es porque Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad´.
Desde esta perspectiva, la humildad consiste en conocer y aceptar la verdad de la condición humana: de lo que pueden estrictamente Dios y el hombre. De este modo, cuando se es genuinamente humilde se toma conciencia de las auténticas capacidades que se poseen. En esta tarea desempeña un papel fundamental el conocimiento propio, que comporta una introspección de valores, dones, limitaciones y carencias personales, circunstancias que en ocasiones le hacen árido y penoso (´tengo por mayor merced del Señor un día de propio y humilde conocimiento, aunque nos haya costado muchas aflicciones y trabajos, que muchos de oración´).
Pero el humilde no solo está abierto a su propia verdad, sino también a la verdad del otro mediante una actitud de escucha, diálogo y discernimiento. En este sentido, tal persona conviene que trate ´con amigos de Dios´ que desenmascaren sus engaños y le hagan ver tal como es, pues ´no hay quien tan bien se conozca a sí como conocen los que nos miran, si es con amor y cuidado de aprovecharnos´.
El tercer factor para poseer humildad es el conocimiento de Dios, que nos ama infinitamente: ´jamás nos acabamos de conocer, si no procuramos conocer a Dios´. Al estar hechos a imagen y semejanza de Él, su conocimiento nos muestra lo mejor de nuestra persona, nos libera de temores y evita el falso conocimiento propio. De ahí que quien quiera ser humilde deba imitar la humildad de Jesús, mirando ´las grandezas que hizo en bajarse a sí para dejarnos ejemplo de humildad´. Desde el abajamiento de la encarnación, pasando por la cuna y la cruz, la humildad ha sido el camino de la manifestación de Dios a la humanidad. El Señor es el modelo humilde que ´hácese a nuestra medida´, de ahí que quien mira a Cristo –sobre todo en su pasión– no busque deleites ni riquezas ni honras, ´ni todas estas cosas de acá´. El conocimiento así obtenido ayudará a transformar la relación de la persona con Dios, consigo misma y con todo lo que la rodea.
Ahora bien, el ejercicio de la humildad es exigente y conlleva la renuncia propia del amor, que es capaz de olvidarse de sí por los demás. Humildad es desasimiento amoroso de sí mismo, que no humillación: ´No puedo yo entender cómo haya ni pueda haber humildad sin amor, ni amor sin humildad, ni es posible estar estas dos virtudes sin gran desasimiento de todo lo criado´.
Frente a la falsa humildad (que distorsiona la propia imagen, mina la autoestima y la confianza en Dios e imposibilita para obrar el bien), la humildad auténtica es lo contrario de la autosuficiencia: es el abandono del orgullo, el olvido de la propia honra y la extrema delicadeza con la honra ajena. No esclaviza, ni acepta la pusilanimidad o el servilismo, aleja de la mentira y abre a relaciones sinceras y profundas con todo cuanto existe.
En definitiva, para santa Teresa de Jesús la humildad es una tarea universal en el espacio y en el tiempo: se instituye como una virtud para todos y para toda la vida. Su ejercicio no se circunscribe al ámbito de los monasterios, sino que es una actitud esencial para cualquier persona que busque tener cordial relación con el Dios que la habita.
¹Cf. ALONSO FERNÁNDEZ, María del Puerto, “Humildad, verdad en camino”, en Revista de Espiritualidad, Madrid, Carmelitas Descalzos de la Provincia Ibérica ´Santa Teresa de Jesús´ (España), 2011, vol. 70, núm. 278, pp. 53-81.
ó