29.06.2016 - Lima - Javier Zorrilla Eguren
Tomado de: Pressenza
(Imagen de http://mtogetafe.blogspot)
Empecemos
con esta pregunta: ¿Por qué tendría que darme el trabajo de asumir una ética no
violenta? Alguien diría: Mira, no tengo tiempo para cosas sin beneficio
inmediato. Otro objetaría que no se necesita fundamentar nada, porque se sabe
que la violencia es mala y hay que evitarla. Muy bien, digo yo, pero lo que vemos
es que la violencia crece, como la Hidra de múltiples cabezas. Cada vez que
Hércules cortaba una, dos volvían a crecer. La Hidra, madre de Quimera, hija de
Tifón y Equidna, resentida, vengaba al león de Nemea, su hermano, muerto por el
héroe. Éste derrota al monstruo, pero solo con la ayuda de otro ser humano, su
sobrino Yolao, que quemaba los muñones de los cuellos para que las cabezas
recién cortadas no volvieran a crecer.
Muchos
piensan que la feroz proliferación de las violencias, se debe a que los valores
se han perdido. No obstante, pocos saben cómo recuperarlos para lograr el
cambio integral que la crisis humana y ambiental exige. Se trata de un salto
evolutivo, no una reforma parcial del sistema inhumano.
¿Por qué
reemplazar el actuar violento por el no violento? Muy simple: la violencia, al
engendrar sufrimiento, obstaculiza la felicidad. Esta no es compatible con el
éxito de unos pocos, en un ambiente enfermo. La felicidad no crece en medio de
la desdicha general. Las brutales mordeduras de la Hydra llegan hoy a todo el
orbe.[1]Enfrentamos
una gran paradoja existencial: ¿Si todos buscamos la felicidad, porque
optamos por la violencia que es su negación? ¿Será que la violencia “defiende”
del dolor y el sufrimiento? Lo que debió ser un recurso excepcional en una
situación extrema de autodefensa se ha vuelto receta cotidiana.
Acudo a la
violencia para satisfacer mis deseos. Al hacerlo obtengo placer. En lugar de
compartir aprendo a atacar primero, a controlar la conducta del otro y a
eliminar a mi enemigo para que no me vuelva a atacar. Dentro de un sistema que
ha instalado la dictadura del dinero, aprenderé a explotar al otro antes que el
otro me explote a mí. Y juntaré mucha plata, para no quedar expuesto a la
pobreza, a la enfermedad y a la soledad.
Sea como
sea, lo único cierto es que vivo en estado de temor. Temo perder lo que ya
tengo o no alcanzar lo que tanto quiero. Hay un círculo vicioso: algo me falta,
deseo tenerlo; ejerzo violencia abierta o encubierta, grosera o sutil, para
poseerlo y conservarlo; temo perderlo nuevamente y aplico más violencia; mi
aferramiento es cada vez mayor, aumentando aún más el temor a perder lo que
tanto me cuesta y así siguiendo. Esta no es una condición de libertad, de
confianza, de igualdad, de respeto, de aprecio, de fraternidad, por ende, de
real felicidad personal y social. [2]
Podemos
sospechar que la base de las adicciones es estructural. No nos agrada el vacío.
Rápidamente imaginamos eso nuevo placentero que compensa lo que nos falta (o
creemos que nos falta). No se trata de reprimir el placer de vivir y de
compartir. Se trata de hacerlo sin adicciones, sin culpas o búsquedas
compulsivas, violentas y centrípetas. De ahí el principio de vida: “Si
persigues el placer te encadenas al sufrimiento, pero en tanto no perjudiques
tu salud (o a otros), goza sin inhibición cuando la oportunidad se presente”.[3]
No parece
que por el camino de la búsqueda incesante del placer podamos articular un
sentido de vida que amplíe la felicidad. La ética, justamente, tiene que ver
con reflexiones y experiencias que permitan fundamentar un actuar coherente,
sostenido, liberador y evolutivo. Este proceso requiere de una acumulación de
acciones que refuercen la misma dirección. Proponer la acción no violenta como
eje de una ética de liberación y felicidad no es para tomar a la ligera. Lo
quiera o no, formo parte de una red humana en la que mis acciones impactarán en
forma positiva o negativa. No solo eso, volverán sobre mí, dejando su registro
interno de paz o de violencia, de unidad o contradicción. [4]
¿Qué ética
puede caber en alguien que ensueña todo el tiempo con el éxito individual como
modelo de felicidad? ¿Qué ética puede interesarle al que es a la vez verdugo y
cómplice en un sistema en el que compite con violencia por el éxito? Un sistema
discriminador que divide a los humanos en “ganadores” y “perdedores”. La
exclusión social es violencia, genera resentimiento y éste venganza. Es un
círculo vicioso, una espiral patológica y desintegradora. Lo que vemos en el
paisaje no debería asombrarnos. Esas guerras brutales, ese terrorismo, ese
desastre ambiental, esas matanzas xenofóbicas y homofóbicas, esos migrantes que
mueren en mares y playas buscando refugio; esa corrupción política que como una
peste asola los países, esa delincuencia y ese narcotráfico, son la
consecuencia de una mentalidad que no ha renunciado a la violencia como medio
de dominio individual y colectivo.
¿Cómo
insertamos la ética de la no violencia en un mundo así, tan dolido, tan cruel,
tan indiferente, tan dopado, tan cosificado, tan obsesionado y tan hipnotizado?
¿Cómo la ampliamos en un sistema que emplea todo medio para atrapar un “éxito”,
alucinado como felicidad? Dentro de ese espejismo, ¿cómo tomar la senda de la
acción válida que disuelve el sufrimiento? ¿Cómo cambiamos paisajes, miradas y
creencias? ¿Cómo mi acción puede generar libertad, cordura y sentido?
¡Esto es lo
interesante y superlativo de la ética! Que es una experiencia de transformación
elegida. Es un acto libre y resuelto que descubre un real camino de felicidad.
Es un significado profundo, capaz de dar sentido a mi vida, más allá de su
aparente término. Este ascenso tiene sus condiciones. O uno reproduce el
sistema y su programa, internalizado tempranamente en nuestro paisaje de
formación[5];
o tomamos el camino de la verdad interna, del autoconocimiento, de la reflexión
existencial, de la intención transformadora, de la acción válida y de la no
violencia activa. Esta es una primera condición. Elegir sin vuelta atrás lo que
nos une. Digamos de una vez por todas: ¡no a la violencia que divide y separa a
unos seres humanos de otros!
Nos ocupamos
de seguir el nuevo camino y de regresar a él cada vez que sea necesario.
Estamos hablando de alinear el sentir, el pensar y el actuar tomando como
referencia la acción válida y su registro de unidad interna, ese que deja una
suave paz, supera el sufrimiento y amplía la felicidad. [6] Antes
de actuar, conviene reflexionar, meditar con sentido ético. Pero, claro, esa
deliberación se hace dentro de estados internos que la condicionan. [7] Tomado
por la ambición, el odio, la venganza o el resentimiento es difícil optar por
la no violencia. Esta ética requiere un estado de conciencia sereno, más libre,
consciente y elevado. No hay problema. Esto también se puede elegir y trabajar.
Hay prácticas[8] que
nos permiten superar la violencia interna y acceder a estados de conciencia más
sabios e inspirados. [9]
Pero nadie
llega a la cima de una montaña si no quiere realmente hacerlo. A la no
violencia hay que amarla entrañablemente. Fijo la dirección con una imagen
potente y clara, surgida desde lo mejor de mí. Esta experiencia y su repetición
es crucial, sobre todo en un sistema que nos coloniza el cerebro repitiéndonos
que, si no actuamos como lagartos, no solo no vamos a triunfar, sino que nos
van a devorar los otros lagartos (con perdón de los lagartos).
El proceso
de ascenso coherente es muy importante porque rompe la percepción del tiempo
como inmediatez y fugacidad. Por la aceleración posmoderna pareciera que aparte
del instante nada más existiese. Como que una cosa no se conectara con la otra.
Si reaccionamos oportunistamente, ¿qué hilo conductor nos articulará hasta la
muerte que es lo único que no podemos evitar? Ni el dinero, ni los amigos,
ni el poder, ni la pareja, ni nada me salva de morir. Estaremos frente a lo que
tanto tememos: la pobreza (no nos llevamos nada), la enfermedad (de algo muere
uno) y la soledad (dejas para siempre a tus seres queridos, aunque no quieras).
Pero, ¿qué
hacemos frente a ese hecho inevitable? En lugar de meditarlo, preferimos
evadirlo. ¿Es la muerte una guillotina que corta todo futuro? ¿Es que la hoz
siega toda esperanza? Si lo creemos así, el yo se asusta y se fuga. ¿Y adónde
va el yo para evadirse? Unos consumen desesperadamente. Otros se aferran a
parejas, hijos o amigos. Otros se vuelven adictos al trabajo, al dinero, al
sexo, a un deporte o a todo eso junto. El yo se vuelca al exterior para
escaparse del temor a la muerte. Está bien aliviar el sufrimiento y crear
felicidad y libertad en esas relaciones. Lo que no está bien es que se hagan
esclavizando, posesivamente, o por miedo, compulsión y fuga. Resolver
adecuadamente una necesidad es una cosa; satisfacer y buscar sin fin un deseo
posesivo, otra.
¿Qué sentido
puede tener una ética no violenta si estamos convencidos de que todo acabará en
la nada? ¿Para qué el esfuerzo de una vida atenta y selectiva? Si creo que todo
termina con la muerte, qué más da que elija una ética o ninguna, si es que el
acto final, el cierre del telón, vacía de sentido todo el esfuerzo. Mejor
evadirme con una droga adormecedora que me haga olvidar ese fin de todo, al que
tanto temo.
La ética
tiene que tener un fundamento que derrote al nihilismo, a esa fe en la nada. No flota la ética en el aire.
Además, tiene que ser muy sentida para que se convierta en acción concreta. Lo
que creo acerca de la muerte es el fundamento. Es lo que define que tenga un
tipo u otro de conducta. Entonces, es interesante que me pregunte: ¿Qué creo
acerca de la muerte? ¿Se termina todo? ¿Comienza todo? ¿Hay un más allá? ¿Cómo
lo imagino? ¿Qué experiencias me hacen sentir que no todo termina con la muerte
y que la calidad de mi acción puede lanzarme hacia el más allá? ¿Cómo accedo a
tales experiencias?
Cuando uno
recuerda a los seres queridos que ya partieron, lo único que queda en la
memoria es el significado positivo o negativo de sus acciones. Miramos la
historia de la humanidad y pasa lo mismo. Quedan en la memoria los grandes
hombres que hicieron el bien y aquellos otros que generaron enorme violencia y
sufrimiento. He aquí una forma de trascendencia: las acciones propias quedan
como huellas a seguir por las futuras generaciones.
Las personas
que han muerto clínicamente, pero que ha sido retornadas a la vida por
intervención médica, testimonian que en su viaje interior se encontraron con
una luz que dialoga, que parece comprenderlos totalmente y llenarlos de
esperanza. [10] En
ese trance han podido ver y entender el significado de su vida. Se han sentido
tan maravillados que no querían regresar a su cuerpo. Al final, por más que
querían quedarse, han regresado. ¿Qué les ha pasado entonces? Pues cambiaron su
actitud hacia la vida, hacia ellos mismos y hacia los demás. Esta experiencia
operó en ellos como una revelación profunda, de esas que despiertan certeza y
le cambian a uno la visión del mundo.
Recordemos a
Sócrates en el acto de su muerte. Platón, su discípulo, cuenta en sus Diálogos,
cómo Sócrates bebe la cicuta para cumplir con la condena impuesta por la
justicia griega. Unas horas antes recibe la visita de sus amigos. Estos lo
encuentran tan contento como siempre, como si en unas pocas horas más no fuera
a morir. Uno de ellos le dice algo así: Pero Sócrates, ¿cómo es posible que
estando a punto de morir estés tan tranquilo y contento? Y Sócrates le va
contando a sus amigos las razones que explican esa dicha previa a su muerte. En
ese diálogo deja Sócrates una idea en la que aparece la posibilidad de lo
eterno. Afirma que la muerte puede ser imaginada como un azar encantador, y que
la práctica de las virtudes no solo evita la sufriente dependencia de las
pasiones violentas, si no que abre la posibilidad de que la buena vida de aquí
merezca una buena vida en el más allá.
Los grandes
reformadores espirituales de la humanidad traducen sus experiencias con lo
profundo, con distintas revelaciones y relatos, pero tienen en común la
intuición de que la vida que no acaba con el absurdo de la muerte. Meditar
sobre “cómo es posible que la inmortalidad haya creado la ilusión de lo mortal”
le escuche en una ocasión a Silo, el maestro de nuestro tiempo. Y también nos
hace recordar esas experiencias personales en las que nos sentimos en profunda
unión con todo lo existente. Cada cual ha tenido sus experiencias con lo
profundo y lo innombrable. Aldous Huxley en su Filosofía perenne demuestra
que las revelaciones espirituales de las distintas culturas muestran un
trasfondo común, en el que la fuerza, la bondad y la sabiduría se juntan en la
vivencia de lo trascendental.
Para que la
ética oriente mi día a día, necesito conectarme con un sentido mayor,
intrínseco a la vida, revelado en mi interior y que no concluya en la nada. En
este contexto puedo afirmar algo tan radical como esto: “Si no intuyo la
inmortalidad en mis acciones, ¿cómo incorporo una ética no violenta en forma
definitiva? Y, ¿con qué fuerza voy a construir un proceso coherente y
evolutivo? Si la acción humana no reporta un sentido que me haga feliz en ambos
mundos, el de aquí y el de allá, su valor será solo relativo, provisorio,
ilusorio, resignado, a lo más estoico.
En síntesis:
una ética que venza a la violencia interna y externa, necesita un fundamento
profundo. No es una espiritualidad fanática o ingenua. Es experiencia nutrida
de certeza interna. La mente y el corazón se abren a la revelación de nuevos
significados: “Distinta es la actitud ante la vida cuando la revelación
interna hiere como el rayo”, nos asegura el Maestro de nuestro tiempo.[11] Abrevo
de esa fuente inagotable de inspiración con el objetivo de vivir en unidad,
siendo feliz, haciendo feliz a otros y preparando mi posibilidad hacia el más
allá. Nadie puede hacerlo por uno. El bien que dejo de hacer será siempre una
oportunidad perdida. Si lo hago estaré cumpliendo con la misión de humanizar la
tierra, dándole a mi vida un sentido que ni la muerte podrá detener.
28 de mayo
de 2016
[1] Remito a mi artículo El sistema de violencia y la no
violencia activa, publicado en el libro Tiempos de cambio, nuevos
caminos (Editorial Ténetor, Centro de estudios Humanistas
Nueva Civilización, Huancayo, Perú, 2016.)
[2] Mayor fundamentación de esta idea, en SILO: La curación del
sufrimiento, en Habla Silo, Págs. 341-344, Obras completas, volumen 1,
Silo.net.
[3] SILO: La mirada interna, Cap. XIII, Los principios. Obras
completas, volumen I (paréntesis nuestro). Magenta ediciones, Argentina, 1998.
[4] SILO: El paisaje interno, Cap. IX, Contradicción y
unidad. Obras completas, volumen I. Magenta ediciones, Argentina 1998.
[5] Cuando se habla de paisaje de formación se hace alusión a los
acontecimientos que vivió un ser humano desde su nacimiento y en relación a un
medio. El p. de f. actúa como un “trasfondo” de interpretación y de acción,
como una sensibilidad y como un conjunto de creencias y valoraciones con los
que vive un individuo o una generación (SILO: Diccionario del Nuevo
Humanismo, Obras completas, volumen II. Silo.net.)
[6] SILO: Ob. cit. El tema de la acción válida es tratado en sus libros Cartas
a mis amigos (cuarta carta) y Habla Silo, bajo el
título La acción válida.
[7] SILO: Apuntes de psicología (estructuras de conciencia, págs.
287-301). Editorial Betha Hydri, Cochabamba, Bolivia, 2012.
[8] AMANN, Luis: Autoliberación. Plaza y Valdez, México,
1991. El Centro de Estudios Humanistas Nueva Civilización ofrece el curso
vivencial completo (contacto: [email protected]).
[9] Para una mayor comprensión de los estados de conciencia se puede leer Sentido
del sinsentido y La mirada del sentido de Dario
Ergas.
[10] El libro Vida después de la vida (1975) del
psiquiatra Raymond Moody presenta 150 testimonios sobre lo que se siente al
morir: a) una abrumadora sensación de paz y bienestar, incluida la ausencia de
dolor; (b) la sensación de estar situado fuera del cuerpo físico; (c) sensación
de flotar a la deriva o a través de la oscuridad, a veces descrita como un
túnel; (d) toma de conciencia de una luz dorada; (e) encontrarse, y tal vez
comunicarse, con un “ser de luz”; (f) tener una rápida sucesión de imágenes
visuales de su pasado; (g) experimentar otro mundo de mucha belleza.
(https://es.wikipedia.org/wiki/Vida_despu%C3%A9s_de_la_vida)
[11] SILO: La mirada interna. En Humanizar la tierra, cap.
XIII. Obras completas, volumen I. Magenta ediciones, Argentina, 1998.
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Acerca del autor
Javier Zorrilla Eguren
Javier Zorrilla Eguren, nació en Lima-Perú, en 1948. Obtuvo el grado de Magíster en Ciencias Sociales en la Pontificia Universidad Católica. Ha realizado labor docente universitaria y colaborado con el Estado peruano en temas de desarrollo social. Ha publicado diversidad de artículos, ensayos e informes en temas relacionados con la cultura andina, la violencia y el desarrollo humano. Actualmente está dedicado a la formación del Centro de Estudios Humanistas en su país.
El autor es
Miembro del Movimiento Humanista, se inspira en la obra de Silo desde hace 44
años. Es antropólogo, autor del libro Más allá de la psicoterapia y
coautor de Tiempos de cambio, nuevos caminos. Ha sido profesor de
la Pontificia Universidad Católica del Perú y de la Universidad del Pacífico.
Actualmente es miembro del grupo que impulsa el Centro de Estudios Humanistas
Nueva Civilización.
Categorías: Humanismo y Espiritualidad, Noviolencia, Opiniones
Tags: ética, humanista, No
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