A Aristóteles le había tocado vivir en la cuesta descendente por la que se deslizaba un mundo, que, llegando de aquellos tiempos de plenitud que Pericles representó, discurría imparable hacia esos otros que, cuando él ejercía su magisterio, iban decayendo hacia un punto en que ya nada prevalecía sobre lo particular e inmediato, y en donde predominaba una perspectiva sobre las cosas en la que estas se hallaban desnudas de todos los añadidos que sobre ellas depositan los ideales, eso que Aristóteles hubiera llamado “verdad”, y que los sofistas habían sustituido por el interés egoísta, vale decir, por la “realidad”. Aristóteles invierte radicalmente la forma de mirar de estos, desde la cual lo privado prevalece sobre lo público. Al considerar que la naturaleza o sustancia de las cosas no es aquello que fueron en el origen, sino que incluye un recorrido que va desde el punto de partida hasta el objetivo último, desde lo inicial hasta lo final, desde la potencia hasta el acto, concluye, entre otras cosas, que no es el individuo lo sustantivo, sino la sociedad, la ciudad. Dice concretamente en su “Política”: “La misma naturaleza es el fin”. Y poco más adelante añade: “Debe considerarse a la ciudad como anterior a la familia y aun a cada uno de nosotros, pues el todo necesario es primero que cada una de sus partes, ya que si todo nuestro cuerpo se destruye, no quedará pie ni mano”.
De esta forma, se da un giro de 180 grados respecto de la visión de la naturaleza que se tenía desde Tales y los filósofos milesios hasta Platón: lo que uno es por naturaleza no está ya detrás, en lo que una vez se fue (esto pasa a ser el depósito de la potencia), sino en lo que se ha de llegar a ser (cuando la potencia se actualice). Así pues, las cosas, tal y como ahora las vemos, son un estado de transición de la parte del universo en ellas incluida, que va en busca de su modo definitivo de ser (su entelequia), para reposar en él definitivamente. Si algo es A y pasa a ser B, no necesariamente se destruye su identidad, como hubiera pensado Parménides, sino que podría ocurrir que B fuera una potencia de A, y que, mientras pasa de ser una cosa a otra, lo que realmente haya sea un ser en marcha. Con lo cual el cambio, el progreso, ya no supondría necesariamente una amenaza para el ser, sino que pasaría a convertirse en un medio para llegar a realizarse plenamente; el cambio sería la potencia actualizándose, la materia camino de su forma.
Pero es el caso que estas formulaciones de Aristóteles mantenían aún cierto regusto procedente de las etapas filosóficas anteriores: materia y forma podrían entenderse entonces como dos respectivos estados; el ser sería primero materia y luego forma, y el movimiento, el cambio que lleva de la una hasta la otra, una fase transitoria, provisional, algo subsidiario, subordinado al ser material y al ser formal. Es al llegar a investigar el ser del hombre, la sustancia de lo humano, donde aparece una nueva y trascendental intuición en el pensamiento de Aristóteles que le llevará a dar un gran salto en su filosofía. Efectivamente, la nueva realidad con la que se topó fue la del hombre pensando. En esta actividad, el hombre no discurre propiamente desde un ser potencial hasta un ser actual, no hay un término en el que podamos decir que el ser del hombre se haya realizado ya, que haya llegado a su meta. Pensar es un comportamiento que no consiste en partir de una potencia que no sea pensar y llegue hasta un acto en que el pensar ya esté realizado. Esto sí sería válido si estuviéramos hablando de pensar algo, pero no si se trata del hecho mismo de pensar. En este último caso, la potencia sigue siendo potencia mientras se está actualizando. Es decir, que pensar es a la vez potencia y acto, se sigue conservando como potencia, sin merma alguna, mientras se va actualizando. En el pensar no hay un momento equivalente a la actualización de la potencia que hace que la piedra llegue a ser estatua, sino que se trata de un cambio que se realiza, se actualiza, se hace forma como tal cambio. El término aquí es inmanente al cambio, no lleva a otro resultado que el propio cambio (el mismo hecho de seguir pensando). No hay un momento final en el que aguarde el reposo en el ser. Aristóteles se da cuenta de que ha encontrado otro modo del cambio que no es reducible a aquel que llamó “cambio en sentido estricto”, el que va desde un ser en potencia hasta ese mismo ser en acto. A este otro cambio que es término o fin de sí mismo, que no se produce, pues, para llegar hasta otra cosa, lo llamó enérgeia, un ser que lo es en cuanto que “va siendo”, que se actualiza como potencia, que renace como potencia en el mismo momento en que se hace acto. En suma, que progresa hacia… lo que ya es, progresa hacia sí mismo; lo que era (el pasado) se conserva y se integra en lo que es. Este ser que se engendra permanentemente es posible entenderlo como algo que propiamente no es, sino que “va siendo”. A la concepción estática del ser de los griegos que le precedieron, Aristóteles añade la idea de un ser activo, ejercitándose como ser, y no reposando en el ser. Ser va a significar desde entonces, como dice Ortega, “el esforzado sostenerse de algo en la existencia”. Esta intuición de Aristóteles que le hace comprender el ser como esencial dinamismo es, probablemente, la cima conceptual más alta a la que ha llegado la filosofía (aunque no sería propiamente una idea al modo platónico, algo estático y concluso, sino que está tan en tránsito como aquello que trata de definir). Afirma Ortega que, cohibido por las implicaciones de su propio descubrimiento, el fundador del Liceo vaciló en alguna medida a la hora de soltar amarras definitivamente respecto de la idea del ser como algo estático y permanente: “La intuición del ser enérgico –dice, efectivamente, el filósofo español a propósito de este hallazgo– aparece y desaparece con curioso ritmo ante los ojos de Aristóteles. No puede instalarse en ella y menos partir de ella para engendrar todo su sistema”. Si hubiera seguido adelante, no habría sido necesario esperar a los descubrimientos de Kant y de las filosofías que, ya en nuestro tiempo, toman la vida como realidad radical. Pues no se trata solo del acto de pensar a la hora de referir este tipo de actividad que se actualiza permanentemente como potencia, sino de la vida humana en su conjunto: no hay en ella, efectivamente, una meta definitiva de la que podamos decir que sería ya la actualización de las potencias de partida. No hay vida humana actualizada, realizada definitivamente: se realiza mientras va realizándose, se actualiza mientras sigue siendo inagotable potencia. Es mientras va siendo. Como dice María Zambrano, “vivir, al menos humanamente, es transitar, estarse yendo hacia… siempre más allá”. La vida es algo que persistentemente se mueve hacia delante, que nunca está hecho del todo, y que es el fundamento al que hay que referir todos los aparentes estados del ser y todos los movimientos sensu stricto que dentro del marco acotado por ella acontecen. Solo en cierto sentido metafórico podemos decir que a lo largo de su vida el hombre va accediendo a metas parciales que de alguna manera anticipan su meta final. Ubicado en el polo opuesto a aquel desde el que Parménides había considerado excluyentes el ser y el movimiento, Aristóteles venía a concluir (si bien, según Ortega, temblaba su mano al escribirlo) que el ser y el movimiento eran uno y lo mismo. Admitamos que, como le ocurrió al estagirita, no haya más remedio que vacilar ante este descubrimiento del ser como energía, porque es muy difícil no tener algún tipo de visión estática del ser –ese ser que, una vez realizado plenamente, Aristóteles denomina “entelequia”–, aunque sea como concepto en el que apoyarse, como meta más o menos visualizable a la que aspirar. La misma Zambrano advierte que “la infinitud de la vida se insinúa y concreta en una forma, que es un sistema”. Y también: “Toda forma está envuelta en límites. Si se rompe por completo el límite, la forma desaparece, no se es nadie, no se es alguien”. En suma: nos protegemos contra el vértigo de saber que no somos nada, que solo vamos siendo. El caso es que, después de Aristóteles, la identidad, el sentido de lo que somos, dejó para siempre de estar referido a lo que fuimos en el origen, más aún a lo que supuestamente fuimos en el origen, como pretenden hacer los nacionalistas. Estos pretenden que la identidad colectiva les venga dada por aquello que fueron sus antepasados; para ellos, como para los griegos anteriores a Aristóteles, y aún más, para los creadores de mitos que precedieron a los filósofos, el ser es lo que se es en el origen, lo que tiene decidido ya nuestro pasado… lo que era en un principio, por los siglos de los siglos. Según esta visión que recuperan los nacionalistas, lo que se es, se es para siempre. Y no: desde Aristóteles sabemos ya que los seres no somos, sino que vamos siendo. Ocurre con todo en el universo, pero más con el hombre, del que Ortega decía que no tiene naturaleza, sino que tiene historia. Así que, amigo Vicente, ni siquiera lo que seamos los españoles puede ser referido a un concreto momento de la historia: España no empezó a “ser” con los romanos ni con los visigodos ni con los Reyes Católicos ni con la Constitución de 1812 ni la de 1931 (ni siquiera con la de 1978, como, para mi estupefacción, he oído sostener en ámbitos públicos que me son muy cercanos). España digamos que va siendo, es una realidad histórica que va evolucionando con el tiempo, como nosotros mismos en cuanto que individuos, que no podemos identificarnos con lo que fuimos de niños, de jóvenes o de adultos: sencillamente, vamos siendo. Todo eso queda más claro cuando aplicamos esta “idea” (este dinamismo mental) a los nacionalistas: los vascos no son los herederos de la tribu vascona del norte de Navarra ni siquiera aunque quedara algo de aquello a lo que pudieran aferrar su identidad. Acogiéndonos nada más que a un segmento del tiempo, podemos decir que son parte de una realidad histórica que fue integrada a partir de cierto momento en el reino de Castilla, y que desde este pasaron a formar parte de la España medieval. Y de ahí en adelante, la historia siguió avanzando. Algo semejante ocurre con los catalanes, integrados sus condados, a partir de cierto momento, en el reino de Aragón y etc., etc. En suma: los nacionalismos empezaron a estar pasados de moda desde los tiempos de Aristóteles. Lástima que su ignorancia filosófica esté convirtiendo nuestra convivencia en un drama.