El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, junto a obispos catalanes el día de Sant Jordi
El desafío independentista en Cataluña ha golpeado de lleno a la Iglesia Católica de España. “Por un lado –escribe Alejandro Godoy en ElPlural.com–, hemos encontrado en los últimos días a los más altos exponentes de la Iglesia en España ser nombrados por políticos como aceptables mediadores. Es el caso del arzobispo de Madrid, Carlos Osoro, el cual desmintió su supuesto ofrecimiento, pero no negó que acudiese a una reunión en el Palacio de La Moncloa con Mariano Rajoy y con su homólogo en Barcelona, Juan José Omella. El arzobispo de Barcelona, por su lado, también ha tenido contactos con el gobierno de la Generalitat, así como el abad del Monasterio de Montserrat, ambos señalados como posibles mediadores. El problema es que encontramos sectores de la Iglesia que, por así decirlo, se han ‘salido del tiesto’ marcado por la Conferencia Episcopal, cuando su portavoz, Ricardo Blázquez, recordó las palabras del papa Francisco en las que pidió trabajar por ‘una cultura que privilegie el diálogo como forma de encuentro, la búsqueda de consensos y acuerdos, pero sin separarla de la preocupación por una sociedad justa, con memoria y sin exclusiones’. Este mensaje no pareció llegar a oídos del obispo de Córdoba, Demetrio Fernández, el cual afirmó en una homilía en la mezquita catedral que ‘la patria está en peligro’ a la vista de los acontecimientos de Cataluña”.
El mismo día de la homilía de Fernández, su compañero de Girona, condenaba mediante un comunicado “la violencia que sufre el pueblo de Cataluña”, en alusión a lo ocurrido durante el 1-O, y criticaba “el trato sufrido por muchos ciudadanos que quisieron expresar libre y pacíficamente su opinión”. Días antes, el obispo de Solsona, Xavier Novell, publicaba una carta en la Glosa dominical en la que aseguraba que, si el domingo había “urnas, yo iré a votar”. Por otra parte, es notorio el manifiesto de más de 400 sacerdotes catalanes que invitaron a “votar en conciencia”, y la carta firmada por una docena de entidades católicas que mostraban su “apoyo a las instituciones catalanas, así como los conventos benedictinos y cistercienses, en un histórico comunicado conjunto, criticando “el uso de la fuerza y la vulneración de los derechos del gobierno y del pueblo catalán”. Igualmente, se comenta positivamente comportamientos más llamativos, como el del sacerdote de Santa María de Vila-Rodona que dejó hacer el recuento de papeletas del 1-O dentro de la iglesia mientras él dirigía un rezo, algo que le valió las críticas de otros compañeros, incluso dentro de Cataluña.
Por otra parte, el papa Francisco, a través del embajador de España en el Vaticano, Gerardo Bugallo, transmitió que la Iglesia “no reconoce movimientos secesionistas” o de autodeterminación que no son resultados de una descolonización. La Iglesia Católica siempre ha sido una figura a la que se ha mirado en mitad de crisis nacionales y el caso de España es uno de los más llamativos. Y la Iglesia aún cuenta con un gran poder de movilización.
El prefecto de la Secretaría para la Comunicación del Vaticano, Dario Edoardo Viganò, al ser preguntado por la posición del Vaticano ante la crisis catalana, precisa que “la Iglesia no hace política” sino que está llamada a subrayar la importancia de “construir relaciones positivas entre todos”. Y el papa Francisco, en una homilía, se dirigió a los sacerdotes que le escuchaban para hacerles ver las fatales consecuencias que tiene la incoherencia para un hombre de dios. “¿Cuántos cristianos, con su ejemplo, alejan a la gente, con su incoherencia, con su propia incoherencia? La incoherencia de los cristianos es una de las armas más efectivas que tiene el diablo para debilitar al pueblo de Dios y para alejar al pueblo de Dios del Señor”, dijo tajante Bergoglio. Las palabras del papa Francisco contrastan sobre todo, con la del obispo de Solsona, Xavier Novell, quien trasladó a sus feligreses que no solo llamaba a la desobediencia de las decisiones judiciales sino que lo hacía desde un altar, con el báculo en la mano, investido de una ‘autoridad divina’, convirtiéndose él mismo en el único juez que dictaminaba qué son la justicia y la verdad.