Revista Libros
No me resisto a incluir aquí un fragmento del libro autobiográfico que estoy leyendo ahora "La forja de un rebelde", de Arturo Barea. En la primera parte, "La forja", nos habla de su infancia en el Madrid de principios del siglo XX y se centra ante todo en las desigualdades sociales imperantes en aquella época. Estos párrafos dedicados a la labor eclesiástica no tienen desperdicio. Parece que tengo el día un poco anticlerical hoy:
"Dios premia a los buenos. El pobre Ángel se levanta a las cinco de la mañana con las alpargatas rotas a vender periódicos y después duerme en la puerta del teatro
desde las doce de la noche que acaba la venta, para poder vender el primer puesto de la cola. Él y su madre no ganan apenas para comer trabajando todo el día. En cambio, don Luis Bahía se ha quedado con la mitad de Brunete, echando de las tierras que eran suyas a los pobres a quienes había prestado. No sólo no le castiga Dios sino que cuando va a San Martín, todos los curas le quieren mucho y le consideran una buenísima persona porque encarga misas y novenas. Lo que a mí me ocurre en el colegio pasa en todas partes. Los únicos buenos son los que tienen dinero y todos los demás son malos. Cuando protestan les dicen que tengan paciencia, que ganarán el cielo y que no importan nada lo malo que se pasa en esta vida. Al contrario, que es un mérito, y son dignos de envidia; pero yo no veo que para ganar el cielo, los ricos se metan a pobres.
Quiero saber, saber mucho más, porque es la única posibilidad de llegar a ser rico y cuando se es rico, se tiene todo, hasta el cielo.
Pagando, los curas dicen misas y dan millones y millones de indulgencias. Si se muere un pobre y Dios le condena al Purgatorio a cien mil años y su viuda no puede pagar más que una misa de tres pesetas, no tiene más que dos o tres mil días de indulgencia. Pero si se muere un rico y paga un funeral de primera clase, aunque Dios le condene a millones de años de Purgatorio, se reúnen tres curas, le dicen una misa cantada con órgano y todo y le dan una indulgencia plenaria. Al día siguiente de morirse ya está en el cielo. (...)
Cuando los pobres van con la ropa rota enseñando la carne porque no tienen otras, no les dejan entrar a la iglesia a rezar, y si se empeñan, llaman a los guardias y los llevan detenidos. Luego tienen los arcones en la sacristía llenos de ropas buenas para los santos y de alhajas y visten a las imágenes de madera y les ponen brillantes y terciopelos. Todos los curas salen como en el Teatro Real con sus trajes de oro y plata, las luces encendidas, sonando el órgano y cantando los coros; mientras cantan los sacristanes pasan los cepillos. Cuando acaban, cierran la iglesia y los pobres se quedan a dormir en la puerta en cueros. Dentro está la virgen, todavía con la corona de oro y el manto de terciopelo, bien calentita porque la iglesia está alfombrada y las estufas aún encendidas. El Niño Jesús tiene unas bragas bordadas con oro y un manto también de terciopelo, con su corona de brillantes (...)"