Por Tito Molina* / @TitoMolina7
(Publicado originalmente en revista digital La Barra Espaciadora, Quito, el 28 de marzo de 2015)
Tito Molina nació en Portoviejo-Ecuador, en 1969. Terminados sus estudios escolares viajó a Quito, donde estudió Diseño Gráfico. En los noventa trabajó como Director de Arte y Director Creativo en las principales agencias de publicidad de Ecuador. En 1997 rodó su primer cortometraje Trailer2, con el que participó en The Retrospective of the New Ecuadorian Cinema en New York, 1999. En el 2000 viajó a Barcelona-España, para estudiar Dirección Cinematográfica en el Centro de Estudios Cinematográficos de Cataluña. Del 2002 al 2007 dirigió varios cortos, entre ellos El niño y el mar, con el que ganó el Gran Premio del Cine Español en el Festival Internacional de Cine de Bilbao, Zinebi 49. En el 2008, produjo y dirigió su primer documental, Por qué mueren los castaños. En el 2010 viajó a Moldavia, donde codirigió y fotografió el mediometraje de ficción Panihida, con el que obtuvo el primer premio en la sección Cinema XXI del Roma Film Festival, 2012. Ese mismo año dirigió su opera prima de ficción Silencio en la tierra de los sueños, que estrenó en Ecuador en el 2014. Esta película fue seleccionada para representar a Ecuador en los premios Óscar 2015 y en los Goya 2015, ganó la mención especial del jurado en el Festival Internacional de Cine de Guadalajara FICG 2014 y recibió el Premio a la mejor película ecuatoriana en el II Festival de cine latinoamericano CasaFest, 2014. Actualmente, trabaja en los guiones de sus siguientes dos largometrajes La piel del ceibo y El río.
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Cuando Jorge Luis Borges se encuentra con Jorge Luis Borges en un banco de la Universidad de Cambridge, a las diez de la mañana, en febrero de 1969, se está recordando a sí mismo. Pero cuando ese mismo Jorge Luis Borges se encuentra consigo en otro banco cerca del Ródano en la Ginebra de 1918, se está soñando. Ambos momentos son el mismo y no lo son. Ambos bancos son el mismo y no lo son. Ambos Borges son el mismo y no lo son. El uno tiene 70 años, el otro 19. El Borges viejo está casi ciego y puede ver más allá del tiempo. El Borges joven se ve a sí mismo, escribiendo un himno que resuma al mundo. El uno es un sabio, el otro, un soñador.
Sin embargo, es el Borges soñador el escéptico, el que descree lo que está ocurriendo, mientras que el sabio no sólo cree posible la paradoja sino que, además, él la ha escrito y la ha llamado El otro.
“Comprendí que no podíamos entendernos. Éramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el diálogo. Cada uno de los dos era el remedo caricaturesco del otro.”—se dice a sí mismo Borges, mientras contempla el río Charles y recuerda a Heráclito.
Cuando el Consejo Mundial de los Estudiosos intenta destruir la electricidad y la lámpara incandescente, ambos inventos creados por Igualdad 7-2521, el personaje central de la novela de Ayn Rand Himno, éste huye y se interna en la Selva innominada, un paraíso prohibido de tiempos pretéritos. Ahí, cazando para sobrevivir, Igualdad descubre algo nuevo: la sensación de libertad absoluta, un estado en el que él es el Estado. Esta libertad se verá alterada cuando Libertad 5-3000, la mujer que ama, se reúna con él en la selva para ser su compañera. La transformación de ese estado de bienestar individual (la libertad) en otro estado de bienestar colectivo (el amor) se ve condicionada por una discapacidad en la que ellos hasta ese momento no habían reparado: el no poder expresar los sentimientos de manera explícita. Esta atrofia, según Rand, se debe a una simple razón: ellos desconocen la existencia del pronombre Yo.
El viejo Borges insta al joven Borges a recordar. Le hace ver que un recuerdo es la prueba de que algo ocurrió. El joven Borges objeta su premisa, le refuta que en un sueño todo recuerdo es real. Sin impacientarse, el Borges de Cambridge pregunta qué hace (en su presente) el Borges de Ginebra. Este le cuenta que está escribiendo un canto a la fraternidad de los hombres. —“El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a su época.”— le responde, presuntuoso. Entonces, Borges hace algo maravilloso dentro del cuento; se interpela a sí mismo desde sus dos edades y le pregunta a su yo joven si verdaderamente se siente hermano de todos. “Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas fúnebres, de todos los carteros, de todos los buzos, de todos los que viven en la acera de los números pares, de todos los afónicos, etcétera.”. Acorralado, el Borges soñador le responde que su libro versa sobre la gran masa de los oprimidos y los parias. “—Tu masa de oprimidos y de parias —le contesté— no es más que una abstracción. Sólo los individuos existen, si es que existe alguien.”
En la lápida que está frente al palacio del Consejo Nacional de Estudiosos se lee: “Somos uno en todos y todos en uno. No existen hombres sino solo el gran “Nosotros”, uno indivisible y para siempre.” Este es el himno que se reza cada noche en la sociedad totalitaria donde Igualdad nació y vive. Nos lo cuenta en el diario que escribe bajo tierra a la luz de las velas. En esa sociedad existe una sola Gran Verdad, aquella que dice: el individuo no es nada y el Estado son todos. Esa abolición del individuo en favor de la masa conforma la distopía del Estado omnipotente, omnipresente y omnisciente que es la base de la novela de Rand, y por ende representa el conflicto interior de su personaje, Igualdad, un individuo atrapado entre dos identidades: quien realmente es y quien el ‘dios estatal’ quiere que sea, el que desconoce la existencia del yo y al que el Estado llama “nosotros”.
“Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América, trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio.”—Se cuenta Borges a sí mismo, como haciéndose un resumen de medio siglo en el que nada, o muy poco, ha cambiado—“Hubo otra guerra, casi entre los mismos antagonistas… la cíclica batalla de Waterloo.” —le dice a un joven Borges que aún no sabe quién es Hitler. Entonces, el Borges ciego tiene una visión: ¡recuerda a Coleridge! el poeta romántico de quien seguramente ha nacido su cuento, y sin citarlo lo cita:
“¿Y si durmieras? ¿Y si en tu sueño, soñaras? ¿Y si al soñar fueras al cielo y allí recogieras una extraña y hermosa flor? ¿Y si cuando despertaras tuvieras la flor en tu mano? Ah, ¿entonces qué?”
Es así como Borges en 1969 le pide dinero al Borges de 1918 y se intercambian un escudo de plata por un dólar americano fechado en ¡1964! “Todo esto es un milagro… y lo milagroso da miedo.”— Le dice el joven e incrédulo Borges a aquel que está destinado a ser un día. Se deshacen del dinero, se despiden y, mintiéndose mutuamente, quedan en verse al día siguiente en el mismo banco que habita en dos tiempos. El Borges que queda, el anciano profesor de Cambridge, hace una de las reflexiones metafísicas más hermosas de la historia, y con ella cierra una paradoja que ha sido posible en dos mundos, el de la literatura y el de la memoria:
“He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie. Creo haber descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el recuerdo. El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente. Soñó, ahora lo entiendo, la imposible fecha en el dólar.”
Igualdad y Libertad han dado con una casa en la mitad de la selva pretérita. Extrañamente, la casa es de una sofisticada arquitectura, aunque está construida con materiales de un tiempo remoto, un tiempo que corresponde al tiempo presente del lector que está leyendo el relato (la novela se publicó en 1938, en EEUU). En esa casa los amantes descubren una biblioteca repleta de libros impermisibles en la sociedad de donde han escapado. En la lectura profusa de esos textos, Igualdad y Libertad descubren ¡el pronombre Yo! y al hacerlo, entienden por primera vez la sacralidad que encierra la palabra individuo, una sacralidad imposible de pluralizar y que convierte al hombre en su único ‘dios’. Embriagados de la nueva Gran Verdad: la ansiada libertad de pensamiento, deciden tomar nombres propios de los libros y rebautizarse. Igualdad se convierte en Prometeo y Libertad en Gea, la Tierra.
Entonces, el nuevo Prometeo, aquel que ha robado la electricidad y la lámpara incandescente al Estado, mira hacia su pasado —el cual equivale a nuestro presente y futuro— y se pregunta: ¿Cómo los hombres pudieron haber olvidado su individualidad?
A mediados del siglo XII, cuando un monarca quería dirigirse a sus súbditos haciendo partícipe al pueblo en sus decisiones, utilizaba la primera persona del plural para empezar un escrito: “Nosotros hemos…”. Estos monarcas retomaron de la vieja Roma el uso del plural mayestático, algo que emperadores, reyes y Papas utilizaron a lo largo de la historia hasta el inicio de la edad moderna. Esa participación que los poderosos concedían a las masas fue siempre una participación retórica, demagógica e ilusoria. El plural mayestático suponía la satisfacción de un anhelo en el individuo —ser parte del poder— pero en la realidad no tenía efecto sobre el ejercicio jurídico de sus derechos. La supuesta pluralidad en esos decretos del poder solo hacía partícipe al pueblo de las decisiones tomadas, mas no del debate ni del consenso necesario para tomarlas, es decir, dentro de esa realidad se producía (semánticamente) una sustitución del nosotros en favor del yo, aunque se expresaba (sintácticamente) a la inversa.
En la era moderna se produce un cambio en la posición de ese poder: el acceso a la información permite al individuo en una sociedad globalizada tener el poder en sus manos. Ese individuo puede ser ya partícipe de los debates, consensos y decisiones de sus gobernantes y, gracias a la hiperconectividad y a la virulencia de las redes, incluso puede llegar a desestabilizar a esos gobiernos. Pero esta nueva forma participativa, en términos pragmáticos, sigue siendo una participación falaz y muy perniciosa. Los millones de individuos conectados tienen acceso a una información tan ingente que hace casi imposible su procesamiento y depuración, y por otro lado, su celeridad es tal que la posibilidad de contrastar y corroborar las fuentes hace de la ‘veracidad’ una idea abstracta, insustancial y por último innecesaria.
Pero lo más aberrante de ese cambio en la polaridad del poder es que aquella información, de la que el individuo se hace eco, sigue gestándose directa o indirectamente en las esferas del poder, por lo que su pluralidad sigue siendo singular. Los nuevos decretos del poder ya no se pluralizan sino que se atomizan a tal punto que llegan a difuminarse en la intrincada maquinaria de la desinformación. El nuevo individuo que ahora tiene el poder en sus manos, no es un poderoso, es un individuo empoderado. El traspaso de poder a manos del individuo hace que su participación (antes un anhelo social) sea reemplazada por su aceptación (una necesidad individual) en la nueva comunidad virtual y, para que ese individuo que antes era anónimo sea aceptado, necesita tener una imagen pública, algo que el Sistema ha bautizado como su Perfil. Esa imagen (que no es el individuo, sino su representación) es análoga a los retratos que los antiguos monarcas encargaban a los pintores de la corte para dejar constancia de su presencia en el curso histórico, su función es la misma: la validación social de Uno frente a la masa. Esa validación debe mantener vigente el poder, por lo que deberá ser ratificada periódicamente; los Papas y monarcas encargaban constantemente pinturas que los mostraban supremos, hoy los individuos empoderados necesitan refrescar frecuentemente su foto de perfil para reafirmar la empatía en su círculo social.
Es precisamente en esa empatía virtual donde cada individuo se siente íntimamente unido a los demás y, convenciéndose de la omnipresencia de la red, se proyecta en la figura del otro: del desvalido, del desaparecido, del exiliado, del asesinado… Pero, más allá del legítimo y necesario sentimiento de solidaridad que un ser humano expresa al decir, “ESE también SOY YO”, el Sistema tal y como hoy está estructurado hace de esa reafirmación una realidad impracticable, una discapacidad. Como en la novela de Rand, ese individuo empoderado se encuentra atrapado entre dos identidades: quien realmente es y quien anhelaría ser, aquel que necesita proyectar su yo en función del nosotros para reafirmar su identidad, y que vive en una realidad semejante a la paradoja borgiana donde el Ser y su Memoria han creado una utopía de mundos separados que conviven en un mismo tiempo: unos soñándose en otros, y otros recordándose a sí mismos.
Ese nuevo plural mayestático “yo soy el otro” / “todos somos el otro” representa el anhelo participativo de un individuo socialmente conectado mediante su propio aislamiento, condición indispensable para formar parte de un mundo globalizado. “Somos uno en todos y todos en uno. No existen hombres sino solo el gran Nosotros, uno indivisible y para siempre”—se reza cada noche antes de dormir en la distopía totalitaria de Himno, como en el himno de “las masas y los parias que canta a la fraternidad de los hombres”, que el joven Borges soñaba escribir y al que, medio siglo después, él mismo se respondería con severidad: “No es más que una abstracción. —le contesté— Sólo los individuos existen, si es que existe alguien.”
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