Revista Opinión

La improbabilidad del bien

Publicado el 25 enero 2015 por Hugo
La degradación irreversible de la vida terrestre debida al desarrollo industrial ha sido denunciada y descrita desde hace más de cincuenta años. Quienes explicaban el proceso, sus efectos acumulativos y los previsibles puntos de no retorno, pensaban que una toma de conciencia le pondría término mediante algún tipo de cambio. (...) Contrariamente al postulado implícito de toda la «crítica de los efectos nocivos» (...) según la cual el deterioro de las condiciones de vida sería un «factor de rebelión», fuerza es constatar que el conocimiento cada vez más preciso de este deterioro se integraba sin fricciones en la sumisión (...).
René Riesel y Jaime Semprún, 2008.
Si en entradas anteriores (1, 2, 3, 4, etc.) he planteado la tesis de que las diferencias culturales y la complejidad social estarían obstaculizando la siempre buscada pero nunca alcanzada revolución –en el sentido más amplio y ambicioso de la palabra, es decir, en un sentido más benjaminiano que marxista-, ahora deseo ir un poco más lejos al sostener que aun cuando la mayoría de la población adquiriese los conocimientos necesarios para replantearse las grandes imposturas de nuestra cultura –Estado, capital, dinero, trabajo asalariado, ciudad, propiedad privada, industria, tecnología, escuela, progreso, religión, domesticación, etc.-, lo más probable es que del dicho al hecho siguiese habiendo un trecho. Esa es una de las críticas que desde Aristóteles se le viene haciendo al «intelectualismo moral» de Sócrates. A la improbabilidad de que la mayoría lleguemos a conocer teóricamente lo que es bueno y lo que no –al menos hasta cierto punto razonable y suponiendo que dicho conocimiento pueda ser objetivo-, hay que sumarle la improbabilidad de que lleguemos a ponerlo en práctica conscientemente.
Mi macropesimismo –esto es, mi desconfianza en las cosas tan grandes que escapan a nuestro control, como una nación o una revolución moral- no niega que pueda haber momentos más buenos que los que vivimos –y también más malos-, con personas y sociedades mejores que las nuestras, pero sí pone en tela de juicio el que se pueda conseguir –y por lo tanto tampoco conservar una vez conseguido- intencionalmente. Al contrario que la mayoría de creyentes, filósofos, humanistas, ilustrados, profesores, científicos, sociólogos, intelectuales, políticos, activistas, educadores sociales y revolucionarios (quienes a lo largo de generaciones han basado su filosofía de la historia en el par colectivismo-antropocentrismo, cuya fe inquebrantable en la mejora de la humanidad como un todo ha hecho de ese binomio ideológico la religión más popular y perniciosa de todas), no creo que la sabiduría humana, que es una cualidad individual, escasa y difícilmente comunicable a los demás, pueda transformar a un país o al mundo en su conjunto –“cambiar la historia misma”, como dice Alberto Garzón de Izquierda Unida-, siendo más bien la inercia de los tiempos y la imitación cultural –o «el azar y la necesidad» de Monod- las encargadas de hacerlo. Y no solo es que no pueda, sino que cuanto más insistamos en ello, peor nos irá.
Antes que Homo sapiens somos Homo socialis: la socialización es más determinante que el saber abstracto, mal que nos pese a algunos. El ser humano generalmente preferirá estar acompañado en la injusticia que solo en la justicia ("si me dieran la sabiduría con la condición de mantenerla encerrada, sin comunicársela a nadie, la rechazaría", confesaba Séneca), pues la naturaleza recompensa más la supervivencia que la verdad. En ella cuatro ojos vagos ven más que dos sanos. Es la «ley del mínimo esfuerzo», como nos decían en la escuela. Las sociedades complejas, como sistemas irreflexivos que son, no tienden a alcanzar y conservar el mayor bien posible, ya que eso supondría mucho esfuerzo y poca recompensa para ellas. A Gaia le pasa tres cuartos de lo mismo. Si tiene algún propósito inconsciente, no es crear un mundo mejor para los que la habitamos, sino perpetuarse en el tiempo a nuestra costa, como hacemos los organismos con los sistemas inferiores (órganos, células, átomos, etc.). Para los sistemas que están por encima de nosotros (ciudad, sistema empresarial, ecosistema, sistema Tierra, etc.) no somos más que «perros de paja», meros subordinados. Podemos resistirnos. Es más, debemos hacerlo -en la próxima entrada insistiré en ello-, pero no conviene seguir engañándose: a largo plazo la banca siempre gana.

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