La imprudencia del destino ha llegado puntual.
¿Sabes cuántas veces recorrí ese camino de tu mano? Seguro ya perdiste la cuenta, así como perdiste en la cocina, la cuenta del hotel en el que pasaste la última noche del mes de Junio, y que fue el comienzo del final de la vida que teníamos juntos.
Nos conocimos después de terminar el último semestre de la Licenciatura y después de un par de cubas libres y de una apuesta que perdí, ese primer beso, se convirtió en el último de tus conquistas. A partir de ahí comenzamos un recorrido que duró casi veintidós años. Tal vez habrían sido otros veinte más, de no ser por la imprudencia del destino que con su mano invisible deslizó fuera de tu pantalón del día anterior un insignificante papelito que adquirió todo el significado por su razón social.
Había volado hecho bolita, rebotando dos escalones hacia la puerta que lleva al jardín, no lo habría notado, pero nuestro gato, se lanzó desde el nicho del muro divisor para cazar con precisión, la motita de papel. Temerosa de que la tragara, le ofrecí en círculos la punta de una de mis agujetas y aventó la bolita para abalanzarse sobre mis tenis de correr.
Fue entonces que la deshice para ver que era, podría haber sido el voucher de la gasolina o de la caseta de peaje, cualquier cosa sin importancia. Y ahí es donde la imprudencia del destino, fue más que puntual.
Hacia finales de Junio, habías planeado junto con tu jefe, cerrar el trato con un cliente que tenía sus oficinas el norte del país, lo comentaste mientras dejabas la taza de café para salir con prisa a tu junta de los lunes. Estarías fuera de la ciudad por tres días. Eso era perfectamente normal, así había sido por los últimos tres años, por lo que para mí, tus viajes cortos se habían vuelto el peldaño a la dirección de la Compañía, que parecía estaba a punto de llegar. Y seguro llegó, sólo que yo ya no soy parte de esa historia.
Después de desenvolver el papelito, vi que traía el nombre de uno de esos hotelazos del Paseo de la Reforma y no del hotel de negocios desde el cual según tu me llamabas en Ciudad Juárez. Nada hubiera sido extraño, de no ser porque justamente yo te había dejado en el aeropuerto tres días antes para que tomaras un vuelo a un destino al que nunca llegaste.
Miré perpleja el papel con tu firma al calce. No había duda. Ese día ya no fue ni a la tintorería ni a la biblioteca, ni a trabajar, ni al banco, ni al súper, ni a ningún lado. Ese día por la noche, te fuiste para siempre.
¿Quién dijo que el destino tenía que ser prudente?
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