Te marchaste, así sin más, de repente. Te marchaste. Tampoco es que un día me despertase y viese un post-it en el frigo o una nota en la mesilla en la que dijeras que te ibas pero no encontrabas el valor para decírmelo. Nunca te lo habría perdonado.
Sabías que te ibas. Lo sabías y esperaste a que sólo quedara un mes para contármelo. Encima un febrero de año no bisiesto. Veintiocho días. Veintiocho malditos días en los que me repetí “si lo hubiera sabido, no habría ido tan lejos”. La razón que me diste es que te dejaste llevar, que no pensabas que ibas a sentir esto por mí, que todo era como un sueño y que querías ver a dónde hubiera llegado si no te fueras, por eso nunca me lo dijiste. Hasta un mes antes.
Los veintiocho jodidos mejores días de mi vida. Y los peores también. No sabía si el dolor que sentía en el pecho era amor verdadero o una tremenda y desgarradora pena. Seguramente las dos cosas.
Y te fuiste a aquel país donde nunca hace sol, donde la gente no bebe vino en la calle, donde los niños no juegan en el parque, porque siempre hace frío. Con billete de ida y vuelta abierta. Escribir sobre la despedida sería demasiado duro, mejor me lo ahorro.
Siempre me pregunté cómo habría sido lo nuestro si no te hubieses montado en aquel avión. Si el sueño hubiese continuado, si nos hubiésemos ido a vivir juntos, si ahora mismo estaríamos cantándole nanas a un enano. Bueno, creo que eso sería demasiado. Dicen que la curiosidad mató al gato, pero qué quieres que te diga, prefiero que me mate la curiosidad que quedarme con la duda, que es lo que he hecho. La lista de “y si…” que tengo contigo da para libro con su índice y sus anexos.
Y apareció él. Inteligente, sensible y atento. Deportista, buen cocinero y concienciado con el medioambiente. Amante de los animales y con buena mano para los niños. Es perfecto, pero no eres tú. Con él nunca me ha dolido el estómago de tanto reírme, como me pasaba contigo, pero tampoco he llorado hasta quedarme dormida, como cuando me dijiste que te ibas. Con él solo es paz. ¿Sólo? No debería haber dicho “sólo”. Porque es más que suficiente.
Me pidió que me casase con él. Me pilló totalmente desprevenida, como el día que tú me diste la noticia. Pero supongo que hay dos maneras de que algo te pille por sorpresa, la buena y la mala. Y esta debería ser de las buenas ¿no? La verdad es que por un momento pensé en ti. Pero luego me di cuenta de que seguramente, allá donde estuvieras, tú no estarías precisamente reviviendo mi recuerdo. Habrías llamado o escrito, en ese caso. Pero desde que cogiste aquel avión no volviste a dar señales. Creías que era lo mejor para que los dos pasáramos pagina. Y fíjate, yo no la he llegado a pasar del todo, supongo. Patético.
—Entonces ¿vas a decirle que sí?
—Eso creo. Es lo que debería hacer ¿no? Sería tonta si no lo hiciera, es Mr. Perfecto.
—No es lo que debas hacer, es lo que sientas que tienes que hacer.
—Vaya frase de manual te acabas de marcar.
—¿Verdad?
—Pues tía, le he dicho que me lo pensaría, y ni se ha inmutado, a veces es como si no tuviera sangre en las venas, no como…
—Ya, el “difunto”.
—No le llames así. La verdad es que era tan pasional…
—¿Y si reapareciera? ¿Y si volviera y te pidiera que lo dejases todo por él?
—Si reaparece me da un soponcio.
—Pues no te des la vuelta…
Y ahí estaba, con su sonrisa torcida y un ramo de tulipanes amarillos. El capullo se acordaba de mis flores favoritas. “Las habrá comprado aquí, no creo que en el país sin sol crezcan flores”. Sí, me pongo a pensar en esas cosas en los momentos más inoportunos.
—¿Lo sabías?
—Para nada tía, pero estábamos hablando y le he visto salir de un coche, e ir acercándose poco a poco, y me estaba poniendo nerviosa.
—De ahí tu frase de manual… pero ¿qué coño hace aquí? ¿quién se cree que es para plantarse aquí de repente con unas flores? ¿se supone que mi mundo tiene que dejar de girar y pararse sólo porque le haya dado por plantarse aquí?
—No lo sé, pero es obvio que tienes que ir y hablar con él. Mucha suerte, cariño. Llámame. Te quiero.
—Te quiero.
Me acerqué a él, sigilosa, con miedo, como un niño se acerca por primera vez a un cachorrito sin saber si es bueno o malo, con ganas de abrazarlo pero con miedo por si muerde. Y nos dimos un abrazo tan enérgico que los tulipanes se cayeron al suelo y los aplastó un señor que iba en bici.
—Te odio.
—Yo también me odio por haberme ido.
—Tampoco te pedí que te quedases.
—Es lo que más deseé durante ese mes.
—Y yo que te despidieran, así no tendrías que irte.
—¿Estás prometida? Menudo anillo.
—No lo sé.
—Quizás he vuelto en el peor momento.
—La imprudencia del destino.
Y sonreímos.
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