No se llama Nieves, ni se apellida Expósito, pero la llamaremos así.
Se crió en la inclusa.
Nació en 1948, no sabe el día, en los primeros de agosto, aunque en sus documentos pone el día en el que llegó al hospicio, y lleva el santo del día, porque eso hacían las religiosas, al bautizarlos, darles una identidad. Ya no les ponían apellidos identificables, sino que buscaban los más corrientes de la ciudad para no marcarles con Expósitos, del Rey o Caridad de años antes. Apellidos que les estigmatizaban de por vida.
No sabe su procedencia, llegaban niños de toda la provincia y de las provincias colindantes, tan sólo sabe por las anotaciones del libro de registros del convento que llegaba envuelta en una mantilla de lana, sin señales reconocibles, sin carta alguna. Diminuta, probablemente nacida antes de tiempo.
Un bebe abandonado. De apenas un par de días.
No recuerda su primera infancia aunque puede reconocerla en lo que vio de otras, creciendo en el convento de Santa Cruz la Real en Segovia.
Si le contaron, que era tan pequeña que se perdía en el capazo en el que se crió, y que tras 3 días en los que creyeron que moriría se la llevaron a casa de una de las cocineras que había parido hacia dos semanas para que la alimentara. Así fueron sus comienzos.
Hoy no vais a escuchar una historia de tristeza, ni miserias, ni malos tratos. Lo cierto es que aunque en algunas ocasiones recordando siente frío, de ese que se siente en el corazón, la memoria no le trae recuerdos tristes. Los hubo, algunos, pero prefiere no recordarlos.
Alguna cuidadora con la mano larga hubo, pero en aquel orfanato era fácil sobrevivir. Era otra época, la letra entraba con sangre, se educaba con dureza, hoy se escandalizarían, pero entonces era el pan de cada día. Y Nieves era una buena niña de la época, obediente y cumplidora.
Recuerda los días de baño en verano, todos los pequeños (Unos 20 de hasta 7 años) haciendo fila desnudos para ser bañados como en una fábrica, como una cadena de montaje, una monja al inicio desnudándolos y revisando las cabezas por si hubiese piojos, una trabajadora metiéndolos, agua, esponja con jabón, cosquillas y a otra mujer, doña Carmen, que los enjuagaba mientras cantaba desafinando canciones infantiles.
Para terminar secados por Sor Irene, con la toalla blanca, dura y rasposa, que compensaba con besos. Porque la Madre Irene siempre daba besos que olían a polvos de talco, para pasar a la Hermana Visitación, que los vestía. La más seria.
La que les daba gajos de mandarina a escondidas, y que cuando les pillaba corriendo por los pasillos les reñía, para terminar guiñándole el ojo al infractor de turno, mientras le echaba a voces al patio.
No recuerda grandes fiestas ni grandes mesas, pero nunca pasó hambre, comida humilde, pero caliente y cocinada con esmero. La humanidad de las trabajadoras se reflejaba en su trabajo, no en su trato.
Pan, duro muchas veces, pero pan. Y muchas sopas de ajo para combatir el frío, atroz, que les traía pulmonías y sabañones. Frío, mucho frío. En una Segovia de los años 50, en la que por la mañana se cantaba el "Cara al sol" y se rezaba, y se iba a misa los domingos.
Nunca estrenó vestido, pero siempre fue vestida y limpia, con la ropa donada y pulcramente revisada y remendada si hacía falta por las manos primorosas de una de las monjas.
Los zapatos eran otra cosa. En su mayoría iban descalzos hasta la llegada del invierno, aunque también recuerda haber visto a los mas pequeños descalzos por el patio con los calcetines mojados por la nieve. Y como los ponían delante del hogar de la cocina, para darles masajes con piel de patata cocida y pimienta machada en los sabañones.
Alguna muñeca herencia de tercera o cuarta generación, recosida y relavada. Pero satisfactorias para sus necesidades infantiles. Y compartidas y adoradas por todas las niñas.
Una infancia fría, recuerda, aunque con ternura, con un nudo en el corazón, hacer la fila para recibir un beso, recuerda que las caricias eran joyas que se atesoraban, recuerda la falta de calor, que ninguna chimenea conseguía colmar.
Recuerda como se esforzaban en clase, porque el visto bueno de la maestra de turno era el único cariño que se recibía desde que comenzaban la edad de la escuela.
Era una niña abandonada en una inclusa, de la que saldría 20 años después, con el oficio de costurera, de camino al altar.
Con un agujero enorme en el pecho que jamás consiguió rellenar.
Recuerda las sensaciones, esas mañanas persiguiendo a alguna de las trabajadoras esperando una sonrisa, una caricia. O el dolor de una mala cara, o de un "déjame pesada que tengo que terminar".
Todos los adultos que pasaban por allí eran como gallinas seguidas por un ramillete de pollitos, todos ansiosos por una mirada, por una caricia, por el calor de una sonrisa.
Incluso alguna cuidadora, las pocas que pasaron por allí dadas a las malas palabras o poco cariñosas eran perseguidas por igual, porque en la tristeza del abandono, hasta una mala palabra, un empujón o un grito significaba atención. Y valía oro. Porque el dolor también se sentía, y es preferible sentir un guantazo que no sentir nada...
Recuerda algún afortunado al que su familia se lo llevó de nuevo a casa, porque allí había también niños cuyas familias los habían dejado a causa de sus miserias, un lugar donde mantenerlos a salvo, medianamente alimentados... Y cuando volvían por ellos, el resto soñaban, con ser el siguiente. Rezaban pidiendo un milagro que les trajese una familia, una que viniese a buscarles, y si no era propia alguien que pasase por allí y decidiera albergar en su corazón a uno de aquellos niños.
Nieves soñaba también, soñaba con una madre, con un cuello cálido al que abrazar, con besos, con caricias.
Y según fue creciendo soñaba con una historia, con una familia, con un hogar...
En los primeros años los recuerdos del paso de algunas cuidadoras (Siempre mujeres) jóvenes, que en tres o cuatro años marchaban, normalmente cuando se casaban, son los más dolorosos...
Porque eran las más dadas a encariñarse con alguno de los pequeños, y cuando marchaban, y siempre se marchaban, les rompían el corazón, aún recuerda a Carmencita, se marchó con 19, Nieves tendría 5, y se fue llorando, jurándole que volvería por ella.
La esperó un tiempo, pero nunca volvió.
Los pedazos de su corazón infantil tampoco se recompusieron, y sin embargo seguía rezando cada noche por ella.
Aún la nombra en sus rezos...
Aún resuena su nombre en casa cuando les cuenta a sus nietos alguna historia de su infancia.
Algunas veces cuando sus hijas le dicen que debió ser un infierno criarse allí. Sonríe.
No, el infierno es crecer sabiendo que nadie te quiere más allá de su obligación o de su devoción...
En realidad era un lugar la mayoría de las veces amable. Pero no bastaba, y se sentía, se palpaba.
Allí los niños tardaban mucho en andar, en dejar los pañales, en hablar...
Aprendían a vivir en silencio, la sala de los bebés era un lugar silencioso. Sorprendentemente silencioso.
Y es que los bebés aprendían pronto que llorar no servía de nada. Que nadie correría a socorrerles en la noche, que nadie besaría su cabeza achichonada, que nadie les mecería para dormirlos.
Cuando tuvo a sus propias hijas comenzó a ser consciente, se sorprendía de lo exigentes que eran, acostumbrada a ayudar en el convento con los pequeños, sus hijas demandantes de brazos y cariños desde recién nacidas le sorprendieron, y le hicieron visibles sus heridas infantiles.
Qué difícil fue criar a sus hijas, porque sus dolores los sentía como propios, aún hoy es así, sus hijas, con las que atesoran un vínculo fruto de la falta en su infancia.
Según crecían y cuando llegaba una edad de consciencia del entorno, los niños del orfanato tendían a hermanarse. Buscando ese calor y ese afecto, en sus iguales, esos que nunca les fallarían a sabiendas del dolor que supone, en carne propia.
Aún mantiene su cita de los jueves con Teófila, religiosamente visitan el mercadillo de la plaza Mayor de Segovia, y aprovechan para contarse su semana, sus alegrías y sus penas, como hermanas. La Tía Teo. Su familia por parte de madre. Su hermana de puchero, como decían en la residencia.
Y hablan, y recuerdan, y se desahogan con todo aquello que no es apto para contar a la familia, ambas desde los 14 ayudaban con los cuneros, los más pequeños, los años duros de frío y nieve morían muchos bebés, más de lo normal, porque los bebes tendían a morirse, era lo normal, en silencio se apagaban, nadie sabía por qué.
Si sabían que eran más duros los que como ella habían sido abandonados al nacer, si llegaban entre uno y cuatro meses muchos no lo superaban, casi la mitad morían, una de las monjas le explicó una vez que morían porque recordaban el pecho de sus madres, su calor, y que no eran capaces de sobrevivir a la soledad, que era más fácil si no habían conocido ese calor...
Y cuando vuelven a casa abrazan con fuerza a sus hijos, y a sus nietos, y sienten con ello que el mundo les ha devuelto en parte todos los abrazos que merecían. Y dan gracias por haberlo superado. Con una sonrisa pese a todo.
Para Nieves y todos los incluseros y cuneros de su época, ojala hayan recogido en sus vidas todo el amor que merecían.
Para Nieves que ha llenado de besos las dos generaciones siguientes, para ella que ha enseñado a su nieta a criar con el amor mas profundo, a besar con toda el alma, a abrazar tan fuerte que duele, a querer, a querer como quieren los niños...