Es de sobra conocido el hecho de que los medios de comunicación actuales tienen fuertes dependencias del poder económico y a menudo los contenidos se ven influidos por dichas fuerzas. Quizás los medios públicos no sufren tanto este fenómeno, pero sí suelen padecer presiones ideológicas que coinciden con las de las fuerzas o tendencias políticas presentes en el gobierno y otras instituciones del Estado. Los que se rigen por la influencia económica son especialmente los medios privados, mayoritarios en los países desarrollados, que a su vez son los países que más consumen estas informaciones – bien por número de vías, bien por proporción de la población dentro del sistema mediatizado –. A pesar de esto, no todos los contenidos informativos de los mass media tienen esa carga realizada por el poder económico, sino que algunos otros son dados por factores psicosociales. Una de estas influencias psicosociales es la llamada “identificación”, que en el caso de sucesos dramáticos, violentos o catastróficos tiene una enorme relevancia. Los seres humanos tienen esta predisposición identificativa; los medios de comunicación simplemente juegan con ella.
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La mezcla mediática perfecta: simbolismo, espectacularidad e identificación
La recurrente frase “me acuerdo perfectamente dónde estaba/lo que estaba haciendo cuando ocurrió el 11S” tiene más trasfondo de lo que aparentemente se puede ver. Una década después es evidente la repercusión política que a nivel global tuvo ese hecho, pero no es por eso por lo que la gente recuerda con precisión ese momento. En directo y en las horas posteriores al ataque sobre las Torres Gemelas, más que política, todo era simbolismo. Un ataque sin precedentes también a la parte emocional de las sociedades desarrolladas del planeta. El lugar, el objetivo, el modo de ataque y la forma de vivirlo – en directo – fueron inauditos. Y toda esa carga residía sobre una base psicosocial. Hasta hoy, más de doce años después, volar el 11 de septiembre es más barato que los días circundantes. ¿Los motivos? La simbología de la fecha y la bajada de demanda en ese día por ser, simplemente, 11 de septiembre.
No de una manera tan llamativa pero sí “curiosa” lleva ocurriendo un fenómeno que se ha acrecentado con el auge de las redes sociales: la ambivalencia de muchos sucesos a ojos tanto de los medios de comunicación como a ojos de la sociedad en general. Por poner otro ejemplo, todos recordamos el atentado que se produjo durante la celebración de la maratón de Boston en abril de 2013. Hubo tres muertos. Desde esa fecha y en los meses siguientes, varios terremotos sacudieron China, Pakistán e Indonesia; las lluvias torrenciales produjeron casi 100.000 evacuaciones en Kenia y el monzón de verano dejó en India 882 fallecidos. ¿Presencia en medios audiovisuales? Nula. ¿Presencia en medios web? Alguna mención escueta que es carne de hemeroteca con una repercusión que roza lo anecdótico. De hecho es bastante llamativo que ni siquiera recordemos o conozcamos estos sucesos, ya es bastante recurrente que especialmente en televisión – medio más consumido en los países desarrollados – se informe de fenómenos naturales que si no dejan de ser anómalos y tienen cierto punto de espectacularidad, son relativamente inocuos a las poblaciones que los sufren. Esto abarca desde los tornados que año tras año surgen en el centro de Estados Unidos, las olas de frío que todos los inviernos azotan el norte de Europa o los espectaculares incendios forestales que en cada periodo estival se producen en Australia. Todos ellos son difundidos por las televisiones. Sin embargo, y como otro ejemplo más de la ceguera parcial de sociedades y medios, en los primeros días de mayo se produjo un deslizamiento de tierras en el norte de Afganistán con un saldo de más de 2500 muertos. La atención ha sido bastante escasa. Ya nadie se acuerda del reciente tifón en Filipinas que ha desplazado miles de personas y afectado a millones, ni tampoco de la desastrosa situación de Haití tras el terremoto y de la que no se han recuperado, ni de la terrible hambruna que padece Somalia casi de manera endémica. Parece que las cosas sólo pasan en los países desarrollados. Porque en el mundo actual, lo que no se ve es como si no hubiera ocurrido.
Como consecuencia de esta curiosa tendencia que es más habitual de lo que parece, es interesante hablar de ella con cierta profundidad. Por tomar un objetivo concreto, enfocaremos estas líneas en que los medios de comunicación seleccionan las noticias sobre sucesos “catastróficos” en base a la demanda que se produce desde la sociedad al estar esta más identificada con sociedades o imágenes más parecidas a la suya que con sucesos en lugares con los que desde un punto de vista psicosocial no consiguen identificarse. Dicho de una manera más simple, lo que ocurra en países parecidos al nuestro nos importa más que los sucesos en países distintos al propio.
Por si quieren hacer una sencilla prueba, en el siguiente artículo quedan las principales catástrofes naturales que sufrió el mundo en 2013. Prueben a ver de cuántas se acuerdan y de esas, cuántas son en países desarrollados y cuántas son en países que geográfica, cultural, social y económicamente, son distintos al nuestro.
El individuo ante el desastre
La relación entre los sucesos que ocurren a lo largo y ancho del planeta, quienes reciben la información acerca de dichos sucesos y quienes la transmiten no puede ser entendida como algo lineal. Todo ello no deja de ser un proceso de interacción entre distintos actores y sujetos, por lo que influyen multitud de factores y, por supuesto, se genera una retroalimentación constante. Así, de cara a simplificar el desarrollo de este tema, estableceremos el “punto de inicio” en los sujetos – de sociedades económicamente desarrolladas y con acceso libre y frecuente a los mass media –, seres en gran medida racionales pero también con una buena parte emocional. De ahí estableceremos la relación de que los medios de comunicación, en base a una mezcla de criterios informativos y económicos, seleccionan las noticias que van a tener buena acogida por la audiencia – que no deja de ser la demanda dentro del negocio informativo –. Por último, se produce la retroalimentación de los medios hacia el sujeto en base a la información dada, que reforzará o debilitará las bases psicosociales de identificación del individuo para con sucesos violentos o catastróficos.
Todo ciudadano, aunque no tenga un nivel educativo medio, sabe reconocer un suceso catastrófico o un hecho violento. En el último aspecto cabe destacar el hecho de diferenciar entre un suceso violento y su justificación. Terremotos, tifones, olas de frío, inundaciones, tsunamis, coches bomba, secuestros masivos, etc. son identificados como sucesos dañinos para sociedades que desean vivir en paz y con cierta estabilidad. Hasta en el sentido más básico son responsables de poner el riesgo la supervivencia de parte de la población de un lugar. Del mismo modo, a medio camino entre la psicología y la construcción social, la inmensa mayoría de los individuos tiene cierto sentimiento de empatía con sus semejantes, así como una mínima predisposición a solidarizarse con ellos cuando sus vidas han sido gravemente afectadas por este tipo de fenómenos. Ahora, también sabemos por la propia experiencia personal así como por estudios de algunos autores, que tanto como individuos como de manera comunitaria no nos afectan igual ni genera el mismo sentimiento de empatía un suceso fortuito dado en dos partes distintas del planeta, a dos poblaciones diferentes, en dos culturas distintas y en dos contextos diferenciados.
Hasta cierto punto se puede comprender la disonancia ya que no somos autómatas que debamos reaccionar de manera exactamente igual ante un suceso concreto, pero en algunos momentos llega a ser enormemente llamativa esa disonancia de reacciones. En 1922, Walter Lippmann ya dejaba entrever la punta del iceberg de toda esta maraña entretejida entre la psique y la construcción social alimentada convenientemente por los medios de comunicación en su libro “La opinión pública”. En él decía: “para que las situaciones que nos resultan lejanas adopten algo más que la forma de pequeños rayos grisáceos en los confines de nuestra atención, deberán traducirse en imágenes que ofrezcan una posibilidad de identificación reconocible. De lo contrario, sólo despertarán el interés de una minoría por un breve periodo de tiempo”. Partiendo de esta afirmación, varios aspectos nos son llamativos. Se diferencian entre situaciones “cercanas” y “lejanas”, se enfatiza la importancia de la imagen a la hora de transmitir esa información – que irremediablemente contiene algo de emoción – y el hecho de que para que sea posible conectar entre el afectado y quien se compadece ha de establecerse una identificación del segundo respecto del primero.
La siguiente pista en cuanto a dónde se encamina el individuo en ese proceso de empatía e identificación también nos la ofrece el autor norteamericano: “El carácter que cada uno de nosotros imprimimos a las historias que oímos no sólo varía en función de nuestro sexo, edad raza, religión y posición social, sino que dentro de estas clasificaciones básicas también varía en función de nuestra constitución heredada y adquirida, los aspectos más sobresalientes de nuestras facultades y nuestros progresos profesionales, así como en función de nuestros estados de ánimo, tensión nerviosa y las posiciones que ocupamos en los tableros de cualquiera de los juegos de la vida. (…) En definitiva, no consideramos nuestros problemas personales muestras parciales de un entorno mucho mayor, sino que tomamos las historias que transcurren en dicho entorno por una imitación a gran escala de nuestra vida privada”. Con esto llegamos a un punto clave que ya nos permite ver la forma que empieza a adquirir todo este asunto desde la percepción del individuo. Que alguien sufra por un suceso fortuito o violento es algo objetivo, la empatía que otros tienen de ese damnificado se da por la aparente similitud a varios niveles que exista entre ambos. Como dice Lippmann, el sexo, la edad, la raza, la religión, la posición social y otro sinfín de variables motivarán que un determinado individuo se identifique o no con el afectado.
Tampoco esta identificación deja de tener una parte egoísta, ya que todo eso esconde la simplificación de una identificación en base a compadecerse de uno mismo. Lippmann no deja de sugerir que es más que probable sentir empatía e identificarse con otra persona por el hecho de que esa persona podrías ser tú, lo que explicaría en buen grado las reacciones, por ejemplo, en sociedades occidentales a los ataques terroristas – aunque sea una simple percepción y carezca de fundamentos reales –. Haciendo un ligero paréntesis, si este pensamiento lo trasladamos al caso inicial del 11S, la consternación de las sociedades en los países occidentales se debería en gran medida a que a nivel de sexo, edad, raza, religión, nivel económico y pautas sociales y culturales, la sociedad norteamericana y las víctimas del 11S por extensión nos resultan enormemente próximas. En cambio, los atentados que día tras día sacuden Irak – y que sumados arrastran ya miles y miles de muertos – están diluidos cuanto a la identificación se refiere. Como decíamos, objetivamente es un hecho violento, pero ni en cuestiones de raza, religión, estándares y modo de vida y en aspectos culturales – ¡ni en la imagen-tipo de un iraquí! – es fácil establecer una conexión tan fluida, por lo que presumiblemente la importancia o la empatía que se genere en un sujeto occidental será bastante menor.
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Los medios de comunicación se apuntan al juego
Desde hace décadas, la progresiva aparición de medios de comunicación privados ha diversificado y enriquecido la variedad de noticias disponibles, las opiniones, los puntos de vista y las temáticas, pero también ha acabado cayendo en el juego fácil de la rentabilidad y en el “todo vale”. A nivel económico, la cosa parece clara: la audiencia es el poder soberano; a más audiencia, mayores ingresos por publicidad y mayor rentabilidad del programa. Ahora bien, la audiencia se puede conseguir mediante información y programación de calidad o en función del uso de temas recurrentes pero sin ningún valor. Carnaza a fin de cuentas. Por lo que nos cuenta el sociólogo británico Denis McQuail en su libro “Introducción a la teoría de la comunicación de masas”, las sociedades mediatizadas actuales han derivado en que “como filosofía sociocultural, el posmodernismo socava la noción tradicional de la cultura como algo fijo y jerárquico. La cultura posmoderna es volátil, ilógica, calidoscópica y hedonista”. Es decir, desde los años setenta, la cultura y la sociedad priman bastante el entretenimiento y la superficialidad informativa, no queriendo saber nada de conocimientos profundos y análisis concretos. Una pincelada hace que la mediocridad informativa sea aplaudida y reafirmada como la información de calidad que no es. El McQuail, una vez más, asevera lo que muchos autores, bien científicos sociales o incluso los propios periodistas llevan criticando innumerables años: “Aunque menos sensible desde el punto de vista político, la calidad general de las noticias sobre los acontecimientos locales y mundiales, tal y como se las presenta al ciudadano medio, que depende de los media para formarse opiniones y juicios informados (…), la proliferación de canales ha suscitado nuevos temores frente al sensacionalismo y rebajado la calidad informativa.”
En este punto de mediocridad informativa, al que se le añade el hecho de que por norma general la información internacional es más difícil de elaborar en todos los aspectos – medios económicos, mayor dificultad de encontrar fuentes, contextualización, etc. – el tratamiento de sucesos bruscos a lo largo del planeta a menudo se resiente de un doble rasero que perpetúa dicha mediocridad y de paso, desinforma más todavía al ya de por sí perdido ciudadano medio. Así, “las personas que toman las decisiones parecen tener una percepción estable de lo que puede interesar a una audiencia y se produce un amplio consenso de unos mismos parámetros socioculturales.” Debieron descubrir lo que hemos comentado en el primer punto: mayor identificación, mayor empatía; una audiencia identificada con un problema o una situación dada será más fiel y estable – si el espectador no se compadece de quien sufre, lo normal es que cambie de canal en esa perpetua búsqueda por el entretenimiento –. Así, los mass media se acabaron abonando a las historias fijas, fáciles, con amplia acogida entre la audiencia y sin arriesgarse a que, a pesar de tener quizás valor mayor informativo, al dar una noticia sucedida en otro punto del globo padecida por otro tipo de individuo, el espectador/lector/oyente pueda no reconocer dicho valor informativo y decida no seguir informándose por dicho medio.
Esta última tendencia, si sucediese de manera puntual apenas tendría repercusión o importancia. La cuestión es que a base de repetirse por los beneficios comunicativo-económicos que presenta, se ha convertido en la norma dentro de la mayoría de medios de comunicación, especialmente privados. Bajo esta tendencia, al final se han convertido en moldeadores – y moderadores – de gran parte de la opinión pública. Deciden de qué se habla y de qué no; lo que es y no es importante y los asuntos que merecen de nuestra atención. Al igual que la política pública posee su agenda de cara a realizar políticas en base a las demandas de la ciudadanía y los distintos actores existentes en la sociedad, los medios de comunicación han acabado creando su propia agenda informativa. El periodista y doctor Maxwell McCombs explica bien este suceso bautizado como la Teoría del establecimiento periodístico de temas: “El efecto más importante de los mass media: su capacidad de estructurar y organizar nuestro propio mundo. Esta capacidad de los mass media de saber estructurar los conocimientos de la audiencia y de saber cambiarlos ha sido definida como la función de comunicación de masas que establece el agenda-setting”. Este hecho, que no deja de ser la adquisición de un enorme poder, acaba siendo permeabilizándose a la agenda político-social, ya que los enormes intereses políticos y económicos que mueven los hilos de los medios de comunicación acaban usando a estos como un altavoz o herramienta de cara a introducir cuestiones en la agenda política o simplemente hacer valer sus intereses. Conscientes del hecho de que los medios informativos influyen en la agenda política, el mundo político y económico machaca día tras día hasta modificar la percepción de la realidad – que no la realidad – de manera favorable. Ya lo dijo Joseph Goebbels, ministro de propaganda de la Alemania nazi: “Una mentira repetida mil veces se convierte en verdad.”
Seguiremos cayendo en la trampa
Ya hemos visto cómo existe cierta predisposición de los individuos a sentir empatía y a identificarse con situaciones en las que ellos mismos se ven o al menos consideran que personas cercanas a él podrían verse envueltas. Del mismo modo, los propios medios de comunicación conocen este hecho y dado el modelo comunicativo existente, explotan frecuentemente esta “debilidad” psicosocial. Al girar todo en gran medida en percepciones del individuo para con otras personas y situaciones, está en poder de los medios cambiar dichas percepciones culturales y sociales que hagan que los individuos amplíen su rango de empatía hacia otros sectores e individuos – clases sociales, culturas, sexos, razas, religiones, etc. –. Esto, en el caso que nos ocupa hoy, el de los sucesos bruscos, catastróficos o violentos, es muchísimo más evidente.
Informativamente, se prefiere hablar de temas ocurridos en la zona occidental – por cercanía en todos los ámbitos – antes que relatar en profundidad los sucesos ocurridos en el otro extremo del planeta, zonas con las que a priori no tenemos ninguna relación sociocultural más allá de la de la propia raza humana. Podríamos poner mil ejemplos, pero se ve mejor en los sucesos no que se dejan de narrar – que la mayoría de catástrofes severas en el planeta se mencionan aunque sea brevemente en los mass media – sino en la profundidad de los análisis, las teorías y la consternación. Simplemente, volvamos a recordar el atentado de Boston. Nada espectacular y poco mortífero, pero con un calado en la opinión pública y los medios que hasta se ha recordado recientemente el aniversario. Lo más seguro es que durante ese año se hayan producido atentados de similares características en África o Asia y ni nos hayamos enterado. ¿Por qué? Porque psicosocialmente nos da un poco igual. Relacionamos otras zonas del mundo con la inseguridad y la violencia, por lo que no nos sobresaltamos de que haya disturbios en las favelas de Rio de Janeiro o un atentado sangriento en el África subsahariana. Inconscientemente pensamos “que es lo normal”, casi como los atentados en Irak. Si están a la orden del día, llega un punto que hasta se medio naturalizan. Sin embargo, lo mismo aquí sería demencial. Recordemos también la masacre de la isla noruega de Utoya – con el previo coche bomba en Oslo –. Un país entero estremecido ante un suceso violento completamente inédito, y en Europa sin precedentes en muchísimos años. Mentes y dinero, menudo cóctel.
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