Muchas veces caminé por Spinola Bay
El avión se tambaleó con fuerza unos minutos antes de que Malta se dejara ver desde arriba. Estábamos por cumplir dos horas y quince minutos de vuelo desde Madrid, cuando la azafata anunció que todos debían volver a su asiento y abrocharse los cinturones.
Malta apareció serena, con su cara de piedra acostumbrada a mirar el sol y con unos matices de azules casi perfectos que le daban un toque cálido y necesario. El aterrizaje y la turbulencia perdieron importancia ante esa maqueta que mostraba algunas murallas y calles angostas con cierto desorden y romance, calles que se volvieron cercanas al desembarcar y dejarnos llevar por la brisa que es una constante en su paisaje. Por herencia británica, en Malta se maneja por la izquierda y con la prisa propia de quienes allí viven, conseguir el camino a St. Julians resulta ser muy fácil; además, es el sitio ideal para iniciar este recorrido.
Siete islas conforman a este archipiélago que tiene tras de sí siete mil años de historia. Ha pasado por invasiones bárbaras, bombardeos y luchas sangrientas; un pasado moldeado por romanos, bizantinos, normandos, caballeros y británicos que dejó en Malta un colorido multicultural que le brota desde adentro. Nada más con escucharlos se puede estar en muchos lugares al mismo tiempo y es que el idioma maltés es una mezcla de árabe, francés, inglés, italiano y español. Una sonoridad que, por instantes, puede llegar a ser familiar.
Y seguía por allí, siempre con el Mediterráneo al lado
Pero estamos en St. Julians, bordeando la costa y embelesados con Spinola Bay, ese lugar donde reposan los luzzus, unas embarcaciones pintadas de azul, amarillo, rojo y verde que fueron llevadas por los fenicios hace tres mil años y que se quedaron en Malta por la conveniencia del lugar para hacer transacciones. De allí que tengan pintado el ojo de Osiris, con la esperanza de alejar los malos espíritus y traer buena suerte cuando se va al mar. Estos barcos abundan en Malta, sobre todo en el pueblo pesquero de Marsaxlokk, pero aquí en St. Julians solo hay una cantidad suficiente que se convierten en la vista perfecta para los restaurantes que bordean la bahía. Allí mismo hay que ir a Gululu, y pedir una Fenkata, el plato típico maltés hecho con conejo; pero si el sol o la brisa apremian, vale la pena refugiarse en Café Cuba, un lugar de sombrillas generosas, con Spinola a sus pies y que nos deja extender la vista sobre el Mediterráneo, mientras prueban delicias cubanas con matices malteses.
Al principio de la bahía está el monumento LOVE, una escultura doble y hecha en piedra, con la palabra amor escrita en inglés e invertida, con la intención de que se lea bien cuando el sol proyecte su sombra sobre la acera y la propia bahía. Los enamorados dejan sus candados pidiendo (¿o jurando?) amor eterno. Malta no escapa a la moda de encadenar promesas.
En St. Julians se respiran aires estudiantiles. Varias escuelas de idiomas se levantan en la zona y reciben a viajeros de varios lados del mundo quienes llegan hasta allí para aprender inglés, francés o italiano. Es por eso que abundan los mercados, los puestos de comidas económicos, los apartamentos amontonados en torno a las academias y no es coincidencia que sea por allí donde se ubica Paceville, la calle que despierta en la noche llena de música, buena comida y brisa, mucha brisa.
La gente vive siempre en domingo
Y en medio de los colores de sus barcos
Siguiendo por la costa de Malta, se llega a Sliema, el centro de compras por costumbre. Las calles lucen apretujadas, siempre con el Mediterráneo al frente. En el camino uno se tropieza con la catedral de St. Julians y los dos relojes que saltan de su fachada. Aquí es preciso detenernos: en Malta hay un total de 359 iglesias, casi la misma cantidad que días tiene el año. Todas tienen dos relojes perfectamente visibles: uno muestra la hora correcta y el otro, intenta despistar al diablo. Las campanadas suenan a la hora exacta y retumban, como indicando que hay que seguir el camino hasta la Valleta, la empinada capital del archipiélago.
En el año 1798, Carlos V gobernaba Malta y fue él quien creó la Orden de los Caballeros Hospitalarios, encargados de darle una mejor cara que la hiciera resaltar dentro de la grandeza de Europa. Fueron los caballeros los que embellecieron el archipiélago con palacios, iglesias y edificios importantes; fueron ellos quienes introdujeron a artistas como Michelangelo Caravaggio o Mattia Pretti y quienes construyeron a la ciudad de Valleta y la fortificaron, para protegerse de las invasiones turcas: la diseñaron empinada para que fuese difícil entrar e hicieron lo propio con las tres ciudades que se levantan frente a la capital; Vittoriosa, Cospicua y Senglea, que hoy se aprecian llenas de calma desde ese pedazo de gloria que es Upper Barakka Gardens, unos jardines donde la brisa golpea y Malta y su Gran Puerto se ven desde muy arriba.
Quizá por culpa de tanto pasado es que se siente algo distinto al ver las puertas de todos los edificios de la Valleta, como si el tiempo se hubiese detenido en sus bisagras. Aunque en los balcones de madera de los edificios se vea ropa guindando en los tendederos, esas puertas tienen aspecto de no abrirse desde hace muchos años. Son ellas un conjunto de aldabas, polvo y pintura que las hace ver hermosas y quietas.
Pero nada se compara con ver, desde lejos, a Valleta y su contundencia
Con sus balcones llenos de otras vidas
Con sus fachadas llenas de tiempo
Una ciudad que se vuelve brisa cuando estás en Upper Barraka Gardens
Su aspecto de ciudad vieja, pero elegante, le valió ser nombrada Patrimonio de la Humanidad y eso lo cuentan bien en la Malta Experience, un documental de 40 minutos que se pasea por la historia del país. La entrada -al lado del Fuerte de San Elmo- es gratuita y sirve para orientarse y entender todo lo que guardan cada una de sus calles.
Sin embargo, la mejor manera de conocer la Valleta es perdiéndose y, de tanto en tanto, preguntar dónde queda la calle República para ubicarse, pues ahí se comunican la mayoría de los caminos de la capital. Así, pueden ver el Teatro Manoel en una esquina, pequeño e insospechado, pero que ostenta el título del tercer teatro más antiguo de Europa; o entrar a la Casa Rocca Piccola para tener una idea de cómo vivían las familias maltesas en siglos pasados y hacer un recorrido de una hora para visitar, además, uno de los refugios antiaéreos de la II Guerra Mundial. A propósito de esto, al lado de los jardines bajos (Lower Barakka Gardens) se levanta el Malta Siege Bell, un monumento que honra a las siete mil víctimas maltesas que dejó la guerra.
No se puede dejar la ciudad sin entrar a la Co-Catedral de San Juan donde está “La decapitación de San Juan”, uno de los cuadros más famosos de Caravaggio, y sin pasar por la Biblioteca, en plena calle República, último edificio que construyeron los caballeros y que hoy está rodeado de cafés.
Valleta no es ciudad de un día, ella es un cúmulo de brisa y esquinas inesperadas. Hay que caminarla mirando hacia arriba, deteniéndose en sus balcones, en la estrechez de sus calles, en sus avisos desvencijados y en su fachada perfecta, esa que se ve desde Sliema y que cautiva los sentidos.
Sin embargo, siempre es preciso ir un poco más allá. Desde el terminal de buses de la Valleta, se puede tomar el transporte hasta Mdina, antigua capital de Malta. El recorrido, que cuesta 2,60 euros, se hace en media hora y llegar allí es como pasar a otra dimensión.
No sabía que existieran ciudades que dieran la sensación de estar vacías. De buenas a primeras, uno no puede adivinar a dónde se ha ido todo el mundo, pero lo cierto es que están ahí y son poco más de 300 habitantes los que se mueven por sus calles, la mayoría de ellos pertenecientes a familias de la nobleza maltesa. Mdina, fortificada y con cuatro mil años de historia, respira arte barroco y medieval. Es la ciudad del silencio.
Eso sí, hagan silencio al llegar a Mdina
Y miren a Valleta desde lejos, en silencio
Es absurdo llegar hasta aquí y no entrar a sus magistrales palacios como el Palazzo Falson, antigua residencia del capitán Olof Frederick Gollcher, un apasionado del arte que reunió en vida más de 3500 obras que hoy pueden apreciarse; o el Palazzo Gatto Murina, el más antiguo de la ciudad, ahí desde el año 1350. Hay que pasar también por la Casa Testaferrata, el Museo del Priorato, el Palazzo del Piro y el Xara Palace porque así es Mdina: deslumbrante, rica en detalles ostentosos a pesar de sus calles de piedra.
Así, el recorrido puede terminar en La Fontanella, un café que reúne varios sabores del mundo y que tiene una vista generosa hacia la Valleta. Si tienen suerte, y el día está despejado, se puede ver la silueta de Sicilia, en Italia, como para recordarnos que Malta no está tan lejos de todo, como creemos.
PARÉNTESIS. Desde Sliema se pueden tomar ferrys que desembarcan en Gozo y Comino, islas preciadas de Malta, con el agua azul, azulísima. Además del cambio de paisaje, son muy visitadas por los que gusten del buceo y practicar snorkel. La ruta, que es de todo un día, incluye un guía especializado, almuerzo y refrigerios. También pueden emprender un paseo hasta Sicilia y recorrerla.