Fui enterado de la noticia hacía dos meses atrás, bajo las ruines lluvias de un ofuscado lunes por la tarde. Yo estaba en casa, leía un manual de uso con un solemne aire culpa de lo que se veía por la ventana, una temporada esencial para caer en los algoritmos de la depresión que muy pocos entienden. Entonces fue cuando recibí la llamada de mi tía Ivana, una llamada que era separada por más o menos mil quinientos kilómetros de distancia, quizá mucho menos. Es sobre tu padre, comenzó ella. Yo no respondí, oía su respiración transformada en un tosco ruido blanco que se apalancaba por mi móvil. Está enfermando peor de lo que se esperaba, siguió. Yo sabía sobre Alfonso, mi padre, que traía una enfermedad que le venía jodiendo hacía un largo tiempo, se trataba de un cáncer pancreático, y lo probable, por no decir que era lo obvio, era que había este logrado expandirse por demás partes. ¿Le queda poco?, pregunté. Ella asintió con un aire funesto, que fue capaz de imaginarme ya en el funeral suyo, con mi traje que no usaba desde que mi primo se casó, más de cinco años ya habían pasado. Luego de eso me despedí deseándole un fuerte abrazo a ella y mi padre, y corté. Atiné, pausado en mis actos, a sentarme en el sofá, incliné mi cabeza hacia atrás y cerré mis ojos. Pensé solamente en mi padre y su memoria y recuerdo. Me preguntaba cosas, cosas sin respuestas, que quizás sólo sus más cercanos podrían responderme. Un gran hombre, me diría mi madre que en paz descanse. El mejor padre que cualquiera podría desear diría mi hermana Sofía. Pero, si me lo preguntaran a mí, ¿qué podría decir? Alguien simpático, diría, y punto. Resultaba que con mi padre nunca tuve la relación esperada. Él era teniente de un grupo de soldados en la época del sesenta y hasta medios del setenta. Yo nací a comienzos del setenta, mi padre entonces era alguien intensamente ocupado. Con cuatro años le preguntaba a mi madre qué era lo que mi padre hacía. Cosas buenas, me decía. Por cosas buenas yo me imaginaba a mi padre, disfrazado de Santa Claus, repartiendo regalos por todo el mundo, o como un profesor de arte que enseñaba a pintar los mejores cuadros. Y me convencí de eso, además de que no era bueno preguntar mucho sobre mi padre. Algunas veces mi madre, ya por única solución, me daba una cacheteada en mi mejilla, y me decía, con una ira que podía ver en sus ojos, y en sus dientes que crujían, ¡Cállate, mierda!
Entonces crecí, y para mí, mi padre era un hombre que hacía cosas buenas, cosas por las que todos nos enorgullecíamos, y los que no, pues deberían hacerlo. En las juntas familiares todos miraban al General, pues en el setentaicinco pasó a serlo, Alfonso Fuentes, como un ser digno de premios y elogios permanentes. Yo me alegraba por él, y también por los dichos que me hacían llegar a mí, que debería estar profundamente orgulloso por ser su hijo, que gracias a él la patria chilena tenía seguridad y protección constante y eterna. Y esto último nunca pude entenderlo, tenía ocho años y no era precisamente un erudito sobre lo que significaba la patria o de mi país, ni mucho menos de lo que éstas ambas juntas representaban.
Y entonces, como cuando se triza el espejo principal de la casa, pasó una tragedia para la familia Fuentes. En el noventaicuatro sucedió, yo tenía diecinueve años. Pasó que, a las cuatro de la madrugada, arribaron en un grito infernal cinco policías la casa. Me despertaron los gritos y sollozos de mi hermana, ¡No se lo lleven!, oía. ¡Comunistas mal paridos!, les gritaba mi padre, pude entender bien eso último, y hasta el día de hoy resuena en mi cabeza. Y cuando salí de mi cuarto mi hermana me vio y se me abalanzó en un suplicio pidiéndome que ayudara a nuestro padre, yo me encogí de hombros ante su mirada. Qué puedo hacer por él, le dije sereno, y mi hermana, por más que lo negara y se lo negara también, lo sabía. Sucedió que mi padre fue condenado por delitos de abuso a los derechos humanos. Supe también, aunque para sorpresa no lo fue, pues era demasiado obvio después que uno crece y comprende mejor lo que pasa a tus alrededores, que comandaba un grupo muy famoso en los setenta llamados Caravana de la Muerte. En el tribunal, el día de su juicio, me senté en los últimos asientos correspondientes a él. Me enteré ese mismo día de los crímenes que cometió a profundidad total. Ese mismo día tuve que dejar el palco unas cinco veces para ir al baño excusablemente a vomitar, y recordaba el caso del espejo trizado, resulta que sí hay imperfecciones en las familias, y este era un claro ejemplo. Lo condenaron a treinta años de cárcel por violaciones a derechos humanos, otras dos cadenas perpetuas por perjuicios a las familias de quienes él mandó a fusilar uno cada uno. Aunque la condena fue un soneto de culpabilidad eterna nada más, a los tres meses después fue diagnosticado con un terrible cáncer pancreático. Fue absuelto y desde entonces ha estado recostado en cama.
Y ahora, tres años después de que enfermara, mi padre, el General y asesino Alfonso Fuentes iba a morir, quizá de cuántos males se liberó tan sólo por la enfermedad. Y esa tarde me dormí en el sofá y no desperté hasta el amanecer del día siguiente, la lluvia había cesado y un sol sano aliviaba fuera de mi casa. Avisé a mi trabajo que me ausentaría por una semana, ellos no vieron problema alguno y aceptaron. Y también ese mismo día me fui en avión de vuelta a mi tierra, volvía a Chile después de dos años lejanos de ficticias emociones y torturas sociales. Llegué a casa de mi hermana a por las seis de la tarde, Ñuñoa no había cambiado nada, y luego me dije que en dos años era imposible que las cosas cambiaran, y me reí también de mi estupidez. Sofía me condujo a la habitación en la que antes compartía mi madre junto a quien estaba allí mismo, con más arrugas en contraste de la última vez que lo vi. Allí yacía el General y Comandante de la Caravana de la Muerte, Alfonso Fuentes, tapado en sábana y plumón hasta el cuello. Parecía más pálido que antes pero no estaría completamente seguro de eso. Me senté a orillas de la cama, el oyó mi respiración y abrió sus ojos, eran celestes y claros como el agua. ¡Oh, Mateo!, me susurró, ¡Oh, hijo mío! Estás aquí, y se le salieron algunas lágrimas.
Antes de que se cumpliera mi semana libre, mi padre ya había muerto. Su funeral se hizo en secreto, asintieron familiares que ya no reconocía, militares que más que alguno habría visto en mi adolescencia, y Sofía que lloraba desconsolada y sin hallar consuelo alguno en nadie. Se realizó a tumba cerrada, pero algunos describían cómo podía ir vestido. Pues claro que con su uniforme, dijo mi tío Edmundo. No, no, replicó mi tía Ivana, ha de ir con el traje que usó el día de su boda. El funeral duró hora y media y, ya terminado, nos retiramos todos de allí de inmediato. Yo esa misma noche regresé a Buenos Aires, y en el trayecto en avión no dije palabra alguna, mi vida siguió normal después y antes de ese día. Lo curioso, cabe decir, y divertidísimo también, es que, cinco años después, volví a Chile, esta vez fui de vacaciones con un amigo de la Argentina. Y en un paseo con este por Providencia, distinguí una figura del resto, era el General Alfonso Fuentes frente a mis propios ojos, lleno de vida y con un aire mucho mayor rejuvenecido, sostenía unas bolsas de quizá alguna tienda de ropa. El no logró verme, pues fui precavido sin tener que contarle a mi amigo. Y, en ningún momento, le vi quejarse por algún hipotético cáncer pancreático.