Revista En Femenino
Mientras en el mundo occidental la mitad de la población anda peleada con la báscula tras las celebraciones navideñas resulta que los medios de comunicación, incómodos voceros, nos sacuden con la imagen de la hambruna en Siria.
Los habitantes de la ciudad de Madaya se mueren literalmente de hambre, asediados por las fuerzas del dictador Al Assad. En realidad llevan haciéndolo desde hace meses, pero ya se sabe que lo que no se cuenta no sucede. Es muy molesto y desagradable ver imágenes de personas en los huesos, personas que parecen salidas de los infames campos de concentración nazis. Es aún más tremebundo ver fotografías de niños famélicos. Por eso la gente cambia de canal o pincha en otras noticias de la prensa digital. El papel apenas se vende.
Realmente poco podemos hacer, más allá de indignarnos y de tomar conciencia de lo afortunados que son nuestros hijos. Al fin y al cabo la pelota está en el tejado de la comunidad internacional, ese "ente" que encuentro inútil e inservible en muchas ocasiones y que bastantes veces justifica su inacción y pasividad en alambicados argumentos. Veremos en esta ocasión.
Me impresiona más ver a un niño sufriendo que a un adulto. Me sucedía cuando era joven y desde que soy madre me he vuelto hipersensible. Los adultos tienen -y no siempre- más herramientas para encajar los reveses. Por fuerte que golpee la vida, haber tenido una infancia feliz es un buen refugio. Lo contrario ha de ser un túnel oscuro y estremecedor del que algunos no se reponen jamás.El derecho a una infancia feliz debiera ser sagrado. No merece debate alguno. Debería ser, sin más.
No hace falta irse a Siria para descubrir que también en el primer mundo hay vidas de adultos que fueron niños dolientes, por supuesto. El más mediático en los últimos meses, a cuenta de una estremecedora biografía, es James Rhodes, un reputado pianista británico que durante años fue violado (la palabra abusos se queda corta) por su profesor de gimnasia en el colegio, mientras sus padres y toda la comunidad docente (¡¡!!) ignoraban lo que sucedía.
El James Rhodes adolescente encontró su salvación en el piano y especialmente en Bach, como le gusta recalcar. Hoy es un pianista de éxito y un padre que describe el amor por su hijo de una forma visceral, al hablar de lo que se siente “cuando te das cuenta de que te lanzarías bajo las ruedas de un autobús sin pensarlo dos veces, solo para salvarle”. Como Rhodes, yo no me tiraría debajo de las ruedas del autobús de cabeza por nadie más. No habría ninguna heroicidad en ese gesto, sería una prueba de amor materno. Igual que harían los padres y madres de los niños tristes y hambrientos de Madaya.