"LA INFANCIA PERDIDA"
Se estremece Facundo cuando regresa al barrio de su niñez. Todo permanece inalterado: la arboleda exuberante, con un coro de trinos avícolas en sus copas rebosantes, circuyendo el parque con el tobogán verde y los columpios de color fuego; los bancos alineados, donde se sentaban cada tarde las cotillas de turno que pasan revista a los recién llegados y reconvenían a los niños por montar barahúndas frente a las ventanas del salón. Al cruzar bajo los arcos de cemento gris que dan acceso a los soportales vuelve Facundo a removerse inquieto, como si una mano gélida hubiese aterrizado sobre su corazón. En ese suelo, que otrora fuera un campo de fútbol improvisado, están enterrados los nombres de los amigos de la infancia perdida. Facundo quiere volar para no regresar jamás al erial sembrado de cadáveres de recuerdos marchitos. Los pasillos y estancias de la casa heredada aún atesoran en sus paredes recién pintadas la algarabía bulliciosa de la familia numerosa que ya no volverá, que dejó arrumbados los juegos inventados en el arcón de los días extinguidos. Cómo corrían esas chapas sobre las losas del salón, sorteando obstáculos y puentes, convertidas las tapas de las botellas de refrescos y alcohol en trasuntos de ciclistas en pos de la gloria eterna en la pancarta de llegada situada en la cocina...
Muñecos, naves alienígenas, cómics, cromos de perros o de futbolistas del Rayo Vallecano, el Elche, el Murcia o de la alineación oficial de la selección de Honduras, Gales o Perú. Juguetes en desuso como para fundar un cementerio de momentos irrepetibles. Está en la casa Facundo narrando anécdotas dulces y entrañables para los oídos entregados de una pareja muy joven. Pretenden los recién llegados, obnubilados ante el futuro prometedor, instaurar en la vieja casa heredada una saga de recuerdos nuevos, donde volverán los juegos y las risas a disfrazarse de fantasía y memorias perennes, que sus hijos contemplarán después con la mirada vidriosa y el estremecimiento involuntario que suscita sin permiso el recuerdo añejo. Quieren quedarse y él sólo puede pensar en marcharse.
Todo permanece inalterado, pero el tiempo ha pasado y los amigos de entonces han desaparecido como lágrimas en la lluvia. Aquellos días eternos, donde todo era posible a través de la imaginación, han quedado encerrados entre los muros de la casa heredada. Facundo da gracias cada día por la vida concedida, pletórica de felicidad y riqueza emocional, pero no puede evitar estremecerse cuando se asoma a los balcones vertiginosos de la infancia perdida.