Leí ‘Cien años de soledad’ con 13 años. Mi madre me lo regaló cuando se dio cuenta de que los libros juveniles que se publicaban por esa época me aburrían soberanamente, además de que me duraban un asalto, lo que supongo que sería también un problema para su bolsillo.
Gabriel García Márquez (mi grado de confianza con él era nulo, por lo que eso de ‘Gabo’ se lo dejo a sus amigos y familiares) fue el escritor que removió mis cimientos y, probablemente, el que me llevó a ser la lectora que soy hoy, mala o buena.
García Márquez me hizo entender que lo que contaban mi abuela y mi tía abuela sobre los espíritus de los antepasados en forma de personajes ya muertos vestidos de blanco con turbante que rondaban por lo que ellas llamaban la casa del miedo no era exclusivo de mi familia, sino que en la suya se daba también. Imagino que por entonces el término realismo mágico ni se le pasaba por la cabeza.
A medida que leía sus obras me adentraba en otros autores latinoamericanos que me hacían soñar despierta y alentaban mi curiosidad. Entré en una espiral de lectura que me llevaba (qué tiempos aquellos en los que tenía tiempo, valga la redundancia) a una suerte de borrachera cuando apagaba la luz, los ojos rojos ya de tanto fijar la vista.
Hoy, Día del Libro, quiero agradecer al escritor colombiano que me abriese las puertas de un universo mágico, ese sí, que me ha proporcionado muchos de los mejores momentos de mi vida.
(Y sin embargo yo tengo debilidad por ‘El amor en los tiempos del cólera’).